11 de maio de 2008

¿Qué teme el ateo de Oxford? - Paul Johnson

¿Qué teme el ateo de Oxford?¿Por qué se han acobardado los ateos? Tras haber proclamado durante un siglo que los argumentos a favor de la existencia de Dios sólo debían exponerse a la luz del día y la discusión pública para desmoronarse ignominiosamente, ¿por qué comienzan a sentir pánico de sus propios argumentos? ¿Por qué, después de atrincherarse en su altiva arrogancia, empiezan a temblar de repente? Lo pregunto a la luz de la terminante negativa de Richard Dawkins a abandonar su seguro reducto académico para debatir conmigo, en un foro abierto, según reglas convenidas y con coordinación neutral, la existencia o inexistencia de Dios. Si el cabecilla del lobby antiteísta de Gran Bretaña, y dueño de la primera cátedra de Ateísmo de Oxford -sí, sé que oficialmente es para explicar las ciencias, pero todos sabemos qué se trae Dawkins entre manos-, no está dispuesto a defender sus convicciones, debemos llegar a la conclusión de que están en graves aprietos. Dejo de lado la razón aparente del rechazo de Dawkins: que mi desafío está motivado por intereses personales. Todos sabemos que no es el verdadero motivo. Está asustado. A fin de cuentas, según el autor de El gen egoísta, todos nos guiamos continuamente por intereses personales y cualquier otro motivo sería antinatural o ilusorio. Huelga decir que no comparto a esta deprimente visión de la humanidad, y compadezco al profesor por creer imposible que un ser humano sea impulsado por la fe, una causa, un genuino deseo de esclarecer a la sociedad o -el principal objetivo en mi caso- un ferviente deseo de compartir el precioso don de la creencia en Dios con tantos mortales como sea posible. Una de las consecuencias espantosas de ser un materialista como Dawkins es que, por lógica, uno está obligado a negar la existencia de la metafísica, y el mundo del espíritu se convierte en zona prohibida. Uno está obligado a encarcelarse en una existencia unidimensional, sin pasado significativo y sin futuro personal, donde lo único que importan son objetos materiales empujados por genes porcinos. Pero, como decía, la razón que alega Dawkins para eludir el debate no es la real. Sospecho que hay tres razones principales para que Dawkins no compita. Una es la pereza intelectual típica de los divos de Oxford y Cambridge. A fin de cuentas, si uno está acostumbrado a actuar como una ingeniosa eminencia intelectual frente a jóvenes boquiabiertos, o a conferenciar ante públicos dóciles que anotan cada palabra como si fuera la Sagrada Escritura, o a pavonearse como león residente en la provinciana sociedad de las tertulias oxonienses, cuesta salir al mundo real donde la gente replica y exige pruebas, y las piruetas académicas son inconducentes. Fuera del ámbito protegido de los claustros, no existe un puesto intelectual seguro. Dawkins lo sabe. Una cosa es ir a Londres para emitir sonidos en un estudio de televisión, y muy otra enfrentarse a una audiencia en vivo durante dos horas respetando auténticas reglas del marqués de Queensberry. Además, sospecho que Dawkins está preocupado por la pobreza de sus argumentos. En el siglo diecinueve los positivistas llevaban las de ganar, en cierto sentido: podían señalar las ridiculeces que los teólogos habían dicho en el pasado -ángeles bailando en la cabeza de un alfiler, por ejemplo- sin contar con un cúmulo similar de idioteces arcaicas en su propio bando. Pero ya no es así. Las expresiones del ateísmo ahora tienen una larga historia, y es espectacularmente tonta. Los obiter dicta de científicos materialistas de otros tiempos, en su época tan eminentes y aplomados como Dawkins, constituyen hoy una lectura hilarante. Emile Littré definió el "alma" como "la suma anatómica de las funciones del cuello y la columna vertebral, y la suma fisiológica de la función del poder de percepción del cerebro". En cambio, Ernst Haeckel afirmó: "Ahora sabemos que ... el alma [es] una suma de plasmamovimientos en las células de los ganglios". Hippolyte Taine escribió: "El hombre es un autómata espiritual... el vicio y la virtud son productos, como el azúcar y el vitriolo". Karl Vogt insistía: "Los pensamientos brotan del cerebro como la bilis del hígado o la orina de los ríñones". Jacob Moleshot estaba igualmente seguro: "Ningún pensamiento [puede surgir] sin fósforo". En esa época los ateos sólo tenían que atacar. Ahora tienen mucho que defender o repudiar. Comprendo que Dawkins tenga miedo de que en un foro público sus plasmamovimientos terminen retorciéndose en las células de sus ganglios. En tercer lugar, a diferencia de sus predecesores, los ateos de hoy tienen las cosas fáciles. La sociedad -en el mundo académico, en los medios de comunicación, en el discurso público, en la conversación común- está orientada a su favor, como antaño estaba a favor de los cristianos. Como bien sé por experiencia propia, la inclusión de Dios en las argumentaciones -en un estudio de televisión, a una mesa, en una discusión pública- es un delito social que provoca inquietud, contrariedad y vergüenza. Dios es una palabra insultante que sólo se debe pronunciar dentro de zonas certificadas. En todas partes se da por sentado cierto agnosticismo irreflexivo, así que los ateos rara vez deben exponer sus argumentos ab initio. Casi los han olvidado. No siempre fue así. Thomas Henry Huxley tuvo que enfrentarse toda la vida con obispos militantes y políticos cristianos convencidos, y era un orador de primera; en comparación, Dawkins parece un haragán. George Bernard Shaw y H. G. Wells debatían continuamente en foros públicos acerca de Dios, la religión y la posibilidad de una vida ultraterrenal con gente como Hilaire Belloc y G. K. S. Chesterton. También eran brillantes en la lucha. Bertrand Russell defendió su propia versión de la racionalidad contra toda clase de contrincantes durante tres cuartos de siglo y sabía cómo hacerlo. Y, si mal no recuerdo, Freddie Ayer jamás eludió una pelea. Pero Dawkins no sabe si puede salirse con la suya. Está inseguro de sus argumentos, su causa y su destreza. Teme ponerse en ridículo frente al mundo y frente a sus colegas académicos, quienes, al margen de sus creencias, disfrutarían en grande si vieran un tropezón del Rey Ateísmo. Así que Dawkins masculla en su campamento del New College, temeroso de ponerse la armadura y afrontar la lid. Como dijo el poeta Chapman, hay algo despreciable en el escéptico inactivo: Oh incredulidad, ingenio de los necios, que chapuceramente escupen sobre todo lo bello, castillo del cobarde y cuna del perezoso.

"El undécimo mandamiento de Karl Popper" - Paul Johnson

Los filósofos no nos han servido de mucho en este siglo. Idealmente, un filósofo debería ser un pensador de inteligencia pura y penetrante que la usa tanto para buscar la verdad y adquirir sabiduría como para comunicarlas a los demás de maneras que podamos usar en la vida y el trabajo. Según esta definición, hemos recibido un pésimo servicio. Bertrand Russell escribió muchos libros y artículos dirigidos al público general, pero es imposible señalar un mensaje destacado de él que haya resistido la prueba del tiempo. La mayoría de sus asertos están en contradicción con otras declaraciones, producto de sus repentinos cambios de opinión. Y sostenía altivamente que su trabajo serio, con lo cual se refería a sus Principia Mathematica, no tenía nada que ver con la gente común. Durante setenta años nos entretuvo como uno de los actores protagonistas de la telenovela cultural "¿Qué pasa entre los intelectuales?" pero, en cuanto a transmitir sabiduría, es como si nunca hubiera existido. Jean-Paul Sartre era menos esnob y trató genuinamente de elaborar una filosofía de vida para los jóvenes. Pero medio siglo después lanzó el existencialismo, y nada queda de él salvo el rancio aroma del aire caliente. Luego se esforzó por predicar una mala moralidad, sobre todo en el uso de la violencia: uno de sus más capaces discípulos del Tercer Mundo, Pol Pot, todavía está matando gente. Lo mejor que puede decirse de Russell y de Sartre es que despreciaron los trucos académicos de salón que han ocupado a la mayoría de los filósofos del siglo veinte. Wittgenstein y Freddie Ayer, los más famosos de ellos, hicieron grandes esfuerzos para convencernos de que la filosofía moderna era una empresa frivola, un refinado juego de preguntas y respuestas que no tenía relación con las grandes tragedias de nuestro tiempo. El mensaje que recibí de Wittgenstein es que nada podía demostrarse. Ayer, en la medida en que tuvo alguna influencia, causó daño. Como señala lord Hailsham en su nuevo libro -un esfuerzo notable en un hombre de ochenta y seis años, bellamente impreso en su letra manuscrita-, Ayer convenció a muchos lectores de que la mayoría de las grandes verdades morales y estéticas de las que depende la civilización son meros juicios de valor, imposibles de validar filosóficamente, y en consecuencia, insignificantes. Sin embargo, existe una maravillosa excepción en el lamentable desfile de los filósofos profesionales de nuestro tiempo. Karl Popper, que falleció en Londres durante el fin de semana, no sólo era un hombre auténticamente sabio sino que logró difundir esclarecimiento donde realmente importa: entre los hombres y mujeres de negocios, los poderosos e influyentes. Uno tendría que regresar a Locke, o al menos a Adam Smith, para encontrar un filósofo que fuera más leído y asimilado por los políticos y funcionarios, los empresarios y científicos, los escritores y periodistas. Popper no pudo impedir las monumentales catástrofes del siglo veinte, pero sus enseñanzas fueron decisivas para ponerles fin y contribuirán a evitar que se repitan. Los mensajes que transmitió cubren una amplia zona y se entrelazan con fuerza impresionante. No fue hombre de un solo libro. Su obra más famosa, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), constituye la más devastadora denuncia jamás escrita de los crímenes del totalitarismo, y tendría que haber anulado para siempre la vena absolutista que mancha la filosofía desde Platón en adelante. Pero la continuó en su notable La pobreza del historicismo (1957), que expone la locura de todos los intentos grandilocuentes de explicar el mundo, la historia y la conducta humana con un sesgo determinista. Todos los jóvenes inteligentes deberían leer estos dos libros al finalizar la enseñanza secundaria o al comenzar la universidad, antes de ser víctimas del ismo de moda. Popper es una vacunación múltiple, una potente inyección que debería proteger a los jóvenes brillantes de la mayoría de las enfermedades intelectuales. Sin embargo, estos libros se apoyan en otro que en cierto sentido es más importante, la Lógica del descubrimiento científico (1934), que encarna su enfoque de la evidencia y la prueba. Popper aprendió de Einstein, el héroe de su juventud, a ser cauto con el entusiasmo del descubrimiento. Cuando estamos trabajando en un problema, científico o de otra índole, formulamos una hipótesis y procuramos verificarla empíricamente. Siendo la naturaleza humana como es, si la hipótesis es interesante porque abraza una verdad nueva e importante, o si concuerda con nuestras ideas preconcebidas, tendemos a buscar pruebas que la respalden, y a ignorar o desechar las pruebas que la refutan. Peor aún, si surgen pruebas negativas, modificamos descaradamente la teoría para acomodarla, en lugar de admitir valerosamente que la hipótesis es falsa y comenzar de nuevo. Popper citaba a Marx y Freud como ejemplos destacados de seudocientíficos que lucharon a muerte por sus falsas hipótesis en vez de admitir el peso de la prueba contra ellas. En cambio, Einstein construyó su teoría general de la relatividad de tal manera que resultaba fácil verificarla empíricamente, y no se podía considerar válida hasta que aprobara los tres exámenes vitales que él fijó. Aun así, era sólo una teoría provisional, sujeta a verificación constante. Popper nos enseñó que todo conocimiento empírico es provisional, que la soberbia de la certeza es un pecado mortal y que la búsqueda incesante de la verdad requiere un valor intelectual heroico. Estas son lecciones que todos podemos aprovechar y que se aplican a casi todas las formas elevadas de la actividad humana, desde el arte del gobierno y la legislación hasta la escritura de la Historia. Como historiador, me he adherido a la metodología de Popper, aunque requiere una autodisciplina tremenda. Una vez que hemos corroborado que determinada interpretación de la Historia es correcta, nada es más difícil que buscar sistemáticamente pruebas para refutarla. Pero es preciso hacerlo si deseamos ser científicos según la definición de Popper. El papel que valoro por encima de todo los demás es una carta que me escribió el año pasado, con las más generosas alabanzas para mi libro Tiempos modernos. Lo he hecho enmarcar y cuelga en mi estudio encima de donde escribo, para recordarme diariamente que los principios de falsificación y verificación que Popper defendía son el undécimo mandamiento, y que un escritor sólo puede ignorarlos por su cuenta y riesgo.