Los filósofos no nos han servido de mucho en este siglo. Idealmente, un filósofo debería ser un pensador de inteligencia pura y penetrante que la usa tanto para buscar la verdad y adquirir sabiduría como para comunicarlas a los demás de maneras que podamos usar en la vida y el trabajo. Según esta definición, hemos recibido un pésimo servicio.
Bertrand Russell escribió muchos libros y artículos dirigidos al público general, pero es imposible señalar un mensaje destacado de él que haya resistido la prueba del tiempo. La mayoría de sus asertos están en contradicción con otras declaraciones, producto de sus repentinos cambios de opinión. Y sostenía altivamente que su trabajo serio, con lo cual se refería a sus Principia Mathematica, no tenía nada que ver con la gente común. Durante setenta años nos entretuvo como uno de los actores protagonistas de la telenovela cultural "¿Qué pasa entre los intelectuales?" pero, en cuanto a transmitir sabiduría, es como si nunca hubiera existido.
Jean-Paul Sartre era menos esnob y trató genuinamente de elaborar una filosofía de vida para los jóvenes. Pero medio siglo después lanzó el existencialismo, y nada queda de él salvo el rancio aroma del aire caliente. Luego se esforzó por predicar una mala moralidad, sobre todo en el uso de la violencia: uno de sus más capaces discípulos del Tercer Mundo, Pol Pot, todavía está matando gente.
Lo mejor que puede decirse de Russell y de Sartre es que despreciaron los trucos académicos de salón que han ocupado a la mayoría de los filósofos del siglo veinte. Wittgenstein y Freddie Ayer, los más famosos de ellos, hicieron grandes esfuerzos para convencernos de que la filosofía moderna era una empresa frivola, un refinado juego de preguntas y respuestas que no tenía relación con las grandes tragedias de nuestro tiempo. El mensaje que recibí de Wittgenstein es que nada podía demostrarse. Ayer, en la medida en que tuvo alguna influencia, causó daño. Como señala lord Hailsham en su nuevo libro -un esfuerzo notable en un hombre de ochenta y seis años, bellamente impreso en su letra manuscrita-, Ayer convenció a muchos lectores de que la mayoría de las grandes verdades morales y estéticas de las que depende la civilización son meros juicios de valor, imposibles de validar filosóficamente, y en consecuencia, insignificantes.
Sin embargo, existe una maravillosa excepción en el lamentable desfile de los filósofos profesionales de nuestro tiempo. Karl Popper, que falleció en Londres durante el fin de semana, no sólo era un hombre auténticamente sabio sino que logró difundir esclarecimiento donde realmente importa: entre los hombres y mujeres de negocios, los poderosos e influyentes. Uno tendría que regresar a Locke, o al menos a Adam Smith, para encontrar un filósofo que fuera más leído y asimilado por los políticos y funcionarios, los empresarios y científicos, los escritores y periodistas. Popper no pudo impedir las monumentales catástrofes del siglo veinte, pero sus enseñanzas fueron decisivas para ponerles fin y contribuirán a evitar que se repitan.
Los mensajes que transmitió cubren una amplia zona y se entrelazan con fuerza impresionante. No fue hombre de un solo libro. Su obra más famosa, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), constituye la más devastadora denuncia jamás escrita de los crímenes del totalitarismo, y tendría que haber anulado para siempre la vena absolutista que mancha la filosofía desde Platón en adelante. Pero la continuó en su notable La pobreza del historicismo (1957), que expone la locura de todos los intentos grandilocuentes de explicar el mundo, la historia y la conducta humana con un sesgo determinista. Todos los jóvenes inteligentes deberían leer estos dos libros al finalizar la enseñanza secundaria o al comenzar la universidad, antes de ser víctimas del ismo de moda. Popper es una vacunación múltiple, una potente inyección que debería proteger a los jóvenes brillantes de la mayoría de las enfermedades intelectuales.
Sin embargo, estos libros se apoyan en otro que en cierto sentido es más importante, la Lógica del descubrimiento científico (1934), que encarna su enfoque de la evidencia y la prueba. Popper aprendió de Einstein, el héroe de su juventud, a ser cauto con el entusiasmo del descubrimiento. Cuando estamos trabajando en un problema, científico o de otra índole, formulamos una hipótesis y procuramos verificarla empíricamente. Siendo la naturaleza humana como es, si la hipótesis es interesante porque abraza una verdad nueva e importante, o si concuerda con nuestras ideas preconcebidas, tendemos a buscar pruebas que la respalden, y a ignorar o desechar las pruebas que la refutan. Peor aún, si surgen pruebas negativas, modificamos descaradamente la teoría para acomodarla, en lugar de admitir valerosamente que la hipótesis es falsa y comenzar de nuevo.
Popper citaba a Marx y Freud como ejemplos destacados de seudocientíficos que lucharon a muerte por sus falsas hipótesis en vez de admitir el peso de la prueba contra ellas. En cambio, Einstein construyó su teoría general de la relatividad de tal manera que resultaba fácil verificarla empíricamente, y no se podía considerar válida hasta que aprobara los tres exámenes vitales que él fijó. Aun así, era sólo una teoría provisional, sujeta a verificación constante. Popper nos enseñó que todo conocimiento empírico es provisional, que la soberbia de la certeza es un pecado mortal y que la búsqueda incesante de la verdad requiere un valor intelectual heroico.
Estas son lecciones que todos podemos aprovechar y que se aplican a casi todas las formas elevadas de la actividad humana, desde el arte del gobierno y la legislación hasta la escritura de la Historia. Como historiador, me he adherido a la metodología de Popper, aunque requiere una autodisciplina tremenda. Una vez que hemos corroborado que determinada interpretación de la Historia es correcta, nada es más difícil que buscar sistemáticamente pruebas para refutarla. Pero es preciso hacerlo si deseamos ser científicos según la definición de Popper.
El papel que valoro por encima de todo los demás es una carta que me escribió el año pasado, con las más generosas alabanzas para mi libro Tiempos modernos. Lo he hecho enmarcar y cuelga en mi estudio encima de donde escribo, para recordarme diariamente que los principios de falsificación y verificación que Popper defendía son el undécimo mandamiento, y que un escritor sólo puede ignorarlos por su cuenta y riesgo.
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