30 de março de 2008

VELVETT FOGG - Velvett Fogg (1969)

Velvett Fogg (on their controversial 1969 album cover) - (Top) Graham Mullett (drums), Ian Leighton (guitar), Mick Pollard (bass). (Front/center) Frank Wilson (vocals, Hammond organ). Other members not pictured - Tony Iommi (guitar), Paul Eastment (guitar, vocals) and Keith Law (songwriter). The two nice-looking painted ladies are models

The original line-up of Velvett Fogg was formed in 1968 by soul singer Ernie Handy and guitarist Bob Hewitt. The other band members were drummer Graham Mullett, bass guitarist Mick Pollard, and Londoner Frank Wilson who played Hammond organ. The band were soon off to Germany where they spent most of the year playing at army bases and clubs. Their exciting stage act included a light show and a go-go dancer (who later married Ernie). The initial line-up of Velvett Fogg featured guitarist Tony Iommi (later to make the big time with Black Sabbath). Tony stayed in the line-up for only one gig before leaving to be replaced temporarily by Ian Leighton. It was during this time that Pye Records arranged a photo-shoot of the band for the cover of their proposed first album (left). This is the pre-Paul Eastment line-up of the band wearing garish make-up/body-paint, and also included two well-endowed young women wearing nothing but strategically applied body paint! U.K. disc jockey John Peel commented in the sleeve notes that "There is a lot of good music on this record. Remember Velvett Fogg - you will hear the name again." Material for the Velvett Fogg album would be supplied by local songwriter/guitarist Keith Law who became a friend of the band, and contributed the songs "Yellow Cave Woman" (also covered on Standarte's Stimmung album), "Once Among The Trees" and "Within' The Night". Before recording could begin in late 1968, Ian Leighton and was replaced by guitarist/vocalist Paul Eastment (a cousin of Tony Iommi's). Eastment was also to contribute original compositions for the album along with Wilson, Mullet and Pollard. Velvett Fogg recorded the tracks for their debut album under direction of Pye producer Jack Dorsey, who aimed to get the band onto the then-popular "progressive" band wagon. The band also recorded covers of a few songs they liked and these included psychedelic-sounding versions of "New York Mining Disaster 1941" by The Bee Gees, and Tim Rose's "Come Away Melinda". The self-titled album was released on the Pye label in January of 1969, who also released a single: a cover of The Tornado's classic instrumental "Telstar" hoping to cash in on the publicity surrounding the American moon landings taking place at that time. While receiving some radio play, the record did not sell enough copies to chart and a big advertising campaign planned by the record company to promote the album never materialised. Though the band did a bit of touring after the single came out, poor sales made Pye lose interest in the band, and they withdrew their backing. In the autumn of 1969 the group disbanded with the members going their separate ways. Paul Eastment went on to found another progressive rock band, originally called Holy Ghost and later releasing an album as The Ghost. Frank Wilson joined Riot Squad, The Rumble Band and finally Warhorse in 1970. In 2002 the Sanctuary Records Group Ltd. re-issued Velvett Fogg officially for the first time on CD (CMRCD619). Keith Law and Frank Wilson are back together writing and recording for a proposed new Velvett Fogg album under the name Velvett Fogg 2. -- John R. Woodhouse (from the band's bio, heavily edited by Fred Trafton)

AMISH - Amish (1972)

Grupo de hard rock, com umas pitadas de progressivo, lá do Canada. O som é arrebatador, pegando o ouvinte com uma vibrante guitarra wah-wah e orgão à la Uriah Heep, além do vocal rasgadão, que faz deste album uma verdadeira masterpiece. Destaque para Black Lace Woman, Down the Road e Dear Mr. Fantasy, cover do Traffic. Altamente recomendado aos apreciadores de gemas setentistas perdidas no tempo.

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28 de março de 2008

EL MASCULINISMO - Giovanni Papini

Londres, 18 de septiembre. No tengo la costumbre de escuchar a los oradores heterodoxos e inconformistas que, en homenaje a la libertad de palabra, predican y vociferan todos los días en Hyde Park. Pero hoy mientras cruzaba por el parque me detuve sin saber por qué frente a un caballete que sostenía un cartel en el que se leía escrito en grandes caracteres negros: El Masculinismo. Era el orador un hombre larguirucho, de edad mediana, de cabellos rojizos y alborotados, tenía dos ojos negros, de visionario; aún no había comenzado a perorar porque los oyentes eran muy pocos, apenas tres o cuatro y todos ancianos. Quise esperar la prometida revelación y al cabo de pocos minutos el hombre de la cabellera roja se decidió a hablar: - Os anuncio la nueva doctrina moral, social y política que transformará la vida del mundo; os anuncio la revolución del Masculinismo. »En esta misma metrópoli, hace ya muchos años, las mujeres se levantaron furiosas contra los privilegios masculinos, y guiadas por la célebre miss Pankhurst, fundaron el Feminismo. Hoy, al cabo de cincuenta años de luchas y polémicas, el Feminismo ha triunfado: las mujeres tienen todos los derechos civiles y políticos. Hay mujeres en el gobierno y en el parlamento, hay mujeres embajadoras y mujeres militares, las mujeres han invadido las administraciones públicas y privadas, las escuelas y las fábricas, ¡perfectamente bien! »Nosotros, los masculinistas, no somos contrarios a los continuos y progresivos triunfos del Feminismo. No surge el Masculinismo para oponerse al Feminismo, ¡muy al contrario!, su objetivo declarado y lógico es el de tomar nota de las conquistas del Feminismo, más aún, ampliarlas, extenderlas, hacerlas universales. »Escuchadme, señores, y seguidme atentamente. En su ingenuidad casera y provinciana imaginaban las mujeres que el privilegio de gobernar a los pueblos, cosa que hasta hace medio siglo le estaba reservada a los hombres, era un honor, una alegría, una satisfacción. Nuestras rivales se engañaban por completo. La política es un arte grosero y falaz, se funda en los compromisos y en los engaños, en la hipocresía y en la desfachatez. La política es incómoda, sucia y peligrosa. Por esto, los masculinistas proponen la entrega total de los poderes a las mujeres, las que por su misma naturaleza son más astutas, más mentirosas y más acomodaticias. ¡Que no haya tan sólo alguna diputada o ministra, sino que todos los parlamentos y todos los gobiernos estén formados únicamente por mujeres! »Ellas tienen la lengua más suelta que nosotros, poseen un mayor sentido práctico y menos repugnancia para las cosas sucias; la política está hecha para ellas y solamente para ellas. Y frente al espectáculo de lo que está sucediendo hoy en el mundo no hay que temer que la cosa pública vaya a andar todavía peor, pues esto es claramente imposible. En la peor de las hipótesis los pueblos serian llevados a la miseria y a la muerte, y es lo que ya está sucediendo, de modo que nada se cambiaría. En lugar de esto, cambiará para mejor la suerte de los hombres, quienes finalmente se verán en libertad para dedicarse a actividades más nobles. »Escuchadme, ciudadanos hombres: el Masculinismo prepara vuestra liberación de los trabajos y misiones más duros e ingratos. Ahora las mujeres han ingresado ya en la enseñanza, pero todavía están en minoría. El oficio de instruir a los niños y jóvenes, es, digamos la verdad de una vez por todas, muy fatigoso y molesto; por doquiera es el programa de los escolares estudiar poco y engañar a los maestros. Los únicos alumnos que logran en verdad aprender algo son los que estudian por sí solos, por pasión natural. Así pues, ¿por qué no confiar a las mujeres, y solamente Giovanni Papini El Libro Negro Conversación 68 2 Preparado por Patricio Barros a ellas, la enseñanza inferior y superior? Ellas tienen más paciencia y astucia y un poder de atracción muy superior; se puede descontar desde ahora que los discípulos aprovecharán bastante más que con profesores hombres, quienes a su vez, libres del odioso tedio de la escuela, finalmente podrán estudiar seriamente por su cuenta. »Y dígase lo mismo del trabajo en todas sus formas. Según las escrituras el trabajo fué impuesto al hombre como castigo, pero, dado que de acuerdo a las mismas Escrituras la primera y verdadera culpable fue la mujer en la persona de Eva, justo es entonces que la pena sea soportada por ella y solamente por ella. »Me preguntaréis, estimados amigos oyentes, qué harán los hombres si se realizan plenamente las sagradas y legítimas reivindicaciones del Masculinismo. No es difícil responder: liberados ya del trabajo y fastidio que implican el gobierno y demás, finalmente podremos gozar en paz de la maravillosa belleza del mundo. De la acción siempre penosa y, peligrosa ascenderemos todos a la felicidad de la contemplación. Las más elevadas actividades del espíritu, que hoy son patrimonio de pocos porque los más deben atender a las bajas ocupaciones de la vida, podrán ser ejercitadas por todos los varones. La poesía, la pintura, la escultura, la investigación científica y la especulación metafísica, tales serán nuestras únicas ocupaciones diarias. La humanidad se dividirá en dos grandes castas diferenciadas por el sexo: la una se dedicará a la política, al comercio, a la producción material, a las escuelas y oficinas, y la otra, la de nosotros los varones podrá consagrarse con plácida tranquilidad a las artes, al pensamiento, al descubrimiento de lo bello y lo verdadero, en una palabra: a todo lo que hace soportable y deseable la existencia. Me parece que el programa del Masculinismo, lacónicamente expuesto con lo dicho, merecerá los sufragios de nuestro sexo, que se verá redimido de esas obligaciones prácticas indignas de su primacía espiritual. »Y no sentiremos ningún remordimiento, pues precisamente las mujeres han sido las primeras en pretender con todas sus fuerzas hacer lo que hacía únicamente el hombre con sacrificios y resignación. No hacemos más que aceptar las consecuencias extremas de su sublevación. El Masculinismo no es la contestación al Feminismo, sino su realización universal en nombre de nuestra felicidad y de la verdadera justicia». Mientras hablaba el orador la audiencia había ido engrosando hasta convertirse en una pequeña multitud, y fueron muchos los que aplaudieron con entusiasmo. El hombre de los cabellos rojos y los ojos negros se secó el sudor y sonrió beatíficamente. Yo me fui de Hyde Park caminando a largos pasos y entré en el Savoy.

23 de março de 2008

Why Do Intellectuals Oppose Capitalism?

by Robert Nozick Robert Nozick is Arthur Kingsley Porter Professor of Philosophy at Harvard University and the author of Anarchy, State, and Utopia and other books. This article is excerpted from his essay "Why Do Intellectuals Oppose Capitalism?" which originally appeared in The Future of Private Enterprise, ed. Craig Aronoff et al. (Georgia State University Business Press, 1986) and is reprinted in Robert Nozick, Socratic Puzzles (Harvard University Press, 1997). It is surprising that intellectuals oppose capitalism so. Other groups of comparable socio-economic status do not show the same degree of opposition in the same proportions. Statistically, then, intellectuals are an anomaly. Not all intellectuals are on the "left." Like other groups, their opinions are spread along a curve. But in their case, the curve is shifted and skewed to the political left. By intellectuals, I do not mean all people of intelligence or of a certain level of education, but those who, in their vocation, deal with ideas as expressed in words, shaping the word flow others receive. These wordsmiths include poets, novelists, literary critics, newspaper and magazine journalists, and many professors. It does not include those who primarily produce and transmit quantitatively or mathematically formulated information (the numbersmiths) or those working in visual media, painters, sculptors, cameramen. Unlike the wordsmiths, people in these occupations do not disproportionately oppose capitalism. The wordsmiths are concentrated in certain occupational sites: academia, the media, government bureaucracy. Wordsmith intellectuals fare well in capitalist society; there they have great freedom to formulate, encounter, and propagate new ideas, to read and discuss them. Their occupational skills are in demand, their income much above average. Why then do they disproportionately oppose capitalism? Indeed, some data suggest that the more prosperous and successful the intellectual, the more likely he is to oppose capitalism. This opposition to capitalism is mainly "from the left" but not solely so. Yeats, Eliot, and Pound opposed market society from the right. The opposition of wordsmith intellectuals to capitalism is a fact of social significance. They shape our ideas and images of society; they state the policy alternatives bureaucracies consider. From treatises to slogans, they give us the sentences to express ourselves. Their opposition matters, especially in a society that depends increasingly upon the explicit formulation and dissemination of information. We can distinguish two types of explanation for the relatively high proportion of intellectuals in opposition to capitalism. One type finds a factor unique to the anti-capitalist intellectuals. The second type of explanation identifies a factor applying to all intellectuals, a force propelling them toward anti-capitalist views. Whether it pushes any particular intellectual over into anti-capitalism will depend upon the other forces acting upon him. In the aggregate, though, since it makes anti-capitalism more likely for each intellectual, such a factor will produce a larger proportion of anti-capitalist intellectuals. Our explanation will be of this second type. We will identify a factor which tilts intellectuals toward anti-capitalist attitudes but does not guarantee it in any particular case. The Value of Intellectuals Intellectuals now expect to be the most highly valued people in a society, those with the most prestige and power, those with the greatest rewards. Intellectuals feel entitled to this. But, by and large, a capitalist society does not honor its intellectuals. Ludwig von Mises explains the special resentment of intellectuals, in contrast to workers, by saying they mix socially with successful capitalists and so have them as a salient comparison group and are humiliated by their lesser status. However, even those intellectuals who do not mix socially are similarly resentful, while merely mixing is not enough--the sports and dancing instructors who cater to the rich and have affairs with them are not noticeably anti-capitalist. Why then do contemporary intellectuals feel entitled to the highest rewards their society has to offer and resentful when they do not receive this? Intellectuals feel they are the most valuable people, the ones with the highest merit, and that society should reward people in accordance with their value and merit. But a capitalist society does not satisfy the principle of distribution "to each according to his merit or value." Apart from the gifts, inheritances, and gambling winnings that occur in a free society, the market distributes to those who satisfy the perceived market-expressed demands of others, and how much it so distributes depends on how much is demanded and how great the alternative supply is. Unsuccessful businessmen and workers do not have the same animus against the capitalist system as do the wordsmith intellectuals. Only the sense of unrecognized superiority, of entitlement betrayed, produces that animus. Why do wordsmith intellectuals think they are most valuable, and why do they think distribution should be in accordance with value? Note that this latter principle is not a necessary one. Other distributional patterns have been proposed, including equal distribution, distribution according to moral merit, distribution according to need. Indeed, there need not be any pattern of distribution a society is aiming to achieve, even a society concerned with justice. The justice of a distribution may reside in its arising from a just process of voluntary exchange of justly acquired property and services. Whatever outcome is produced by that process will be just, but there is no particular pattern the outcome must fit. Why, then, do wordsmiths view themselves as most valuable and accept the principle of distribution in accordance with value? From the beginnings of recorded thought, intellectuals have told us their activity is most valuable. Plato valued the rational faculty above courage and the appetites and deemed that philosophers should rule; Aristotle held that intellectual contemplation was the highest activity. It is not surprising that surviving texts record this high evaluation of intellectual activity. The people who formulated evaluations, who wrote them down with reasons to back them up, were intellectuals, after all. They were praising themselves. Those who valued other things more than thinking things through with words, whether hunting or power or uninterrupted sensual pleasure, did not bother to leave enduring written records. Only the intellectual worked out a theory of who was best. The Schooling of Intellectuals What factor produced feelings of superior value on the part of intellectuals? I want to focus on one institution in particular: schools. As book knowledge became increasingly important, schooling--the education together in classes of young people in reading and book knowledge--spread. Schools became the major institution outside of the family to shape the attitudes of young people, and almost all those who later became intellectuals went through schools. There they were successful. They were judged against others and deemed superior. They were praised and rewarded, the teacher's favorites. How could they fail to see themselves as superior? Daily, they experienced differences in facility with ideas, in quick-wittedness. The schools told them, and showed them, they were better. The schools, too, exhibited and thereby taught the principle of reward in accordance with (intellectual) merit. To the intellectually meritorious went the praise, the teacher's smiles, and the highest grades. In the currency the schools had to offer, the smartest constituted the upper class. Though not part of the official curricula, in the schools the intellectuals learned the lessons of their own greater value in comparison with the others, and of how this greater value entitled them to greater rewards. The wider market society, however, taught a different lesson. There the greatest rewards did not go to the verbally brightest. There the intellectual skills were not most highly valued. Schooled in the lesson that they were most valuable, the most deserving of reward, the most entitled to reward, how could the intellectuals, by and large, fail to resent the capitalist society which deprived them of the just deserts to which their superiority "entitled" them? Is it surprising that what the schooled intellectuals felt for capitalist society was a deep and sullen animus that, although clothed with various publicly appropriate reasons, continued even when those particular reasons were shown to be inadequate? In saying that intellectuals feel entitled to the highest rewards the general society can offer (wealth, status, etc.), I do not mean that intellectuals hold these rewards to be the highest goods. Perhaps they value more the intrinsic rewards of intellectual activity or the esteem of the ages. Nevertheless, they also feel entitled to the highest appreciation from the general society, to the most and best it has to offer, paltry though that may be. I don't mean to emphasize especially the rewards that find their way into the intellectuals' pockets or even reach them personally. Identifying themselves as intellectuals, they can resent the fact that intellectual activity is not most highly valued and rewarded. The intellectual wants the whole society to be a school writ large, to be like the environment where he did so well and was so well appreciated. By incorporating standards of reward that are different from the wider society, the schools guarantee that some will experience downward mobility later. Those at the top of the school's hierarchy will feel entitled to a top position, not only in that micro-society but in the wider one, a society whose system they will resent when it fails to treat them according to their self-prescribed wants and entitlements. The school system thereby produces anti-capitalist feeling among intellectuals. Rather, it produces anti-capitalist feeling among verbal intellectuals. Why do the numbersmiths not develop the same attitudes as these wordsmiths? I conjecture that these quantitatively bright children, although they get good grades on the relevant examinations, do not receive the same face-to-face attention and approval from the teachers as do the verbally bright children. It is the verbal skills that bring these personal rewards from the teacher, and apparently it is these rewards that especially shape the sense of entitlement. Central Planning in the Classroom There is a further point to be added. The (future) wordsmith intellectuals are successful within the formal, official social system of the schools, wherein the relevant rewards are distributed by the central authority of the teacher. The schools contain another informal social system within classrooms, hallways, and schoolyards, wherein rewards are distributed not by central direction but spontaneously at the pleasure and whim of schoolmates. Here the intellectuals do less well. It is not surprising, therefore, that distribution of goods and rewards via a centrally organized distributional mechanism later strikes intellectuals as more appropriate than the "anarchy and chaos" of the marketplace. For distribution in a centrally planned socialist society stands to distribution in a capitalist society as distribution by the teacher stands to distribution by the schoolyard and hallway. Our explanation does not postulate that (future) intellectuals constitute a majority even of the academic upper class of the school. This group may consist mostly of those with substantial (but not overwhelming) bookish skills along with social grace, strong motivation to please, friendliness, winning ways, and an ability to play by (and to seem to be following) the rules. Such pupils, too, will be highly regarded and rewarded by the teacher, and they will do extremely well in the wider society, as well. (And do well within the informal social system of the school. So they will not especially accept the norms of the school's formal system.) Our explanation hypothesizes that (future) intellectuals are disproportionately represented in that portion of the schools' (official) upper class that will experience relative downward mobility. Or, rather, in the group that predicts for itself a declining future. The animus will arise before the move into the wider world and the experience of an actual decline in status, at the point when the clever pupil realizes he (probably) will fare less well in the wider society than in his current school situation. This unintended consequence of the school system, the anti-capitalist animus of intellectuals, is, of course, reinforced when pupils read or are taught by intellectuals who present those very anti-capitalist attitudes. No doubt, some wordsmith intellectuals were cantankerous and questioning pupils and so were disapproved of by their teachers. Did they too learn the lesson that the best should get the highest rewards and think, despite their teachers, that they themselves were best and so start with an early resentment against the school system's distribution? Clearly, on this and the other issues discussed here, we need data on the school experiences of future wordsmith intellectuals to refine and test our hypotheses. Stated as a general point, it is hardly contestable that the norms within schools will affect the normative beliefs of people after they leave the schools. The schools, after all, are the major non-familial society that children learn to operate in, and hence schooling constitutes their preparation for the larger non-familial society. It is not surprising that those successful by the norms of a school system should resent a society, adhering to different norms, which does not grant them the same success. Nor, when those are the very ones who go on to shape a society's self-image, its evaluation of itself, is it surprising when the society's verbally responsive portion turns against it. If you were designing a society, you would not seek to design it so that the wordsmiths, with all their influence, were schooled into animus against the norms of the society. Our explanation of the disproportionate anti-capitalism of intellectuals is based upon a very plausible sociological generalization. In a society where one extra-familial system or institution, the first young people enter, distributes rewards, those who do the very best therein will tend to internalize the norms of this institution and expect the wider society to operate in accordance with these norms; they will feel entitled to distributive shares in accordance with these norms or (at least) to a relative position equal to the one these norms would yield. Moreover, those constituting the upper class within the hierarchy of this first extra-familial institution who then experience (or foresee experiencing) movement to a lower relative position in the wider society will, because of their feeling of frustrated entitlement, tend to oppose the wider social system and feel animus toward its norms. Notice that this is not a deterministic law. Not all those who experience downward social mobility will turn against the system. Such downward mobility, though, is a factor which tends to produce effects in that direction, and so will show itself in differing proportions at the aggregate level. We might distinguish ways an upper class can move down: it can get less than another group or (while no group moves above it) it can tie, failing to get more than those previously deemed lower. It is the first type of downward mobility which especially rankles and outrages; the second type is far more tolerable. Many intellectuals (say they) favor equality while only a small number call for an aristocracy of intellectuals. Our hypothesis speaks of the first type of downward mobility as especially productive of resentment and animus. The school system imparts and rewards only some skills relevant to later success (it is, after all, a specialized institution) so its reward system will differ from that of the wider society. This guarantees that some, in moving to the wider society, will experience downward social mobility and its attendant consequences. Earlier I said that intellectuals want the society to be the schools writ large. Now we see that the resentment due to a frustrated sense of entitlement stems from the fact that the schools (as a specialized first extra-familial social system) are not the society writ small. Our explanation now seems to predict the (disproportionate) resentment of schooled intellectuals against their society whatever its nature, whether capitalist or communist. (Intellectuals are disproportionately opposed to capitalism as compared with other groups of similar socioeconomic status within capitalist society. It is another question whether they are disproportionately opposed as compared with the degree of opposition of intellectuals in other societies to those societies.) Clearly, then, data about the attitudes of intellectuals within communist countries toward apparatchiks would be relevant; will those intellectuals feel animus toward that system? Our hypothesis needs to be refined so that it does not apply (or apply as strongly) to every society. Must the school systems in every society inevitably produce anti-societal animus in the intellectuals who do not receive that society's highest rewards? Probably not. A capitalist society is peculiar in that it seems to announce that it is open and responsive only to talent, individual initiative, personal merit. Growing up in an inherited caste or feudal society creates no expectation that reward will or should be in accordance with personal value. Despite the created expectation, a capitalist society rewards people only insofar as they serve the market-expressed desires of others; it rewards in accordance with economic contribution, not in accordance with personal value. However, it comes close enough to rewarding in accordance with value--value and contribution will very often be intermingled--so as to nurture the expectation produced by the schools. The ethos of the wider society is close enough to that of the schools so that the nearness creates resentment. Capitalist societies reward individual accomplishment or announce they do, and so they leave the intellectual, who considers himself most accomplished, particularly bitter. Another factor, I think, plays a role. Schools will tend to produce such anti-capitalist attitudes the more they are attended together by a diversity of people. When almost all of those who will be economically successful are attending separate schools, the intellectuals will not have acquired that attitude of being superior to them. But even if many children of the upper class attend separate schools, an open society will have other schools that also include many who will become economically successful as entrepreneurs, and the intellectuals later will resentfully remember how superior they were academically to their peers who advanced more richly and powerfully. The openness of the society has another consequence, as well. The pupils, future wordsmiths and others, will not know how they will fare in the future. They can hope for anything. A society closed to advancement destroys those hopes early. In an open capitalist society, the pupils are not resigned early to limits on their advancement and social mobility, the society seems to announce that the most capable and valuable will rise to the very top, their schools have already given the academically most gifted the message that they are most valuable and deserving of the greatest rewards, and later these very pupils with the highest encouragement and hopes see others of their peers, whom they know and saw to be less meritorious, rising higher than they themselves, taking the foremost rewards to which they themselves felt themselves entitled. Is it any wonder they bear that society an animus? Some Further Hypotheses We have refined the hypothesis somewhat. It is not simply formal schools but formal schooling in a specified social context that produces anti-capitalist animus in (wordsmith) intellectuals. No doubt, the hypothesis requires further refining. But enough. It is time to turn the hypothesis over to the social scientists, to take it from armchair speculations in the study and give it to those who will immerse themselves in more particular facts and data. We can point, however, to some areas where our hypothesis might yield testable consequences and predictions. First, one might predict that the more meritocratic a country's school system, the more likely its intellectuals are to be on the left. (Consider France.) Second, those intellectuals who were "late bloomers" in school would not have developed the same sense of entitlement to the very highest rewards; therefore, a lower percentage of the late-bloomer intellectuals will be anti-capitalist than of the early bloomers. Third, we limited our hypothesis to those societies (unlike Indian caste society) where the successful student plausibly could expect further comparable success in the wider society. In Western society, women have not heretofore plausibly held such expectations, so we would not expect the female students who constituted part of the academic upper class yet later underwent downward mobility to show the same anti-capitalist animus as male intellectuals. We might predict, then, that the more a society is known to move toward equality in occupational opportunity between women and men, the more its female intellectuals will exhibit the same disproportionate anti-capitalism its male intellectuals show. Some readers may doubt this explanation of the anti-capitalism of intellectuals. Be this as it may, I think that an important phenomenon has been identified. The sociological generalization we have stated is intuitively compelling; something like it must be true. Some important effect therefore must be produced in that portion of the school's upper class that experiences downward social mobility, some antagonism to the wider society must get generated. If that effect is not the disproportionate opposition of the intellectuals, then what is it? We started with a puzzling phenomenon in need of an explanation. We have found, I think, an explanatory factor that (once stated) is so obvious that we must believe it explains some real phenomenon.

LES DROITS DE L’HOMME ET LA CRISE DU DROIT

par Frank VAN DUN Professeur de philosophie du droità l’Université de Maastricht

Le Professeur van Dun est l’auteur d’un ouvrage fondamental présentant la vision libérale des droits. Il dénonce ici les erreurs et déviations conceptuelles qui ont conduit à faire des droits de l’homme un instrument d’action politique favorisant l’emprise bureaucratique sur la société et les individus. Il montre comment la notion des droits de l’homme tels qu’ils figurent dans la Déclaration Universelle de 1948 illustre parfaitement la crise d’une société dominée par le déclin du sens du droit. (Novembre 1998)
Je limiterai ma présentation à une critique de la notion des droits de l’homme tels qu’ils figurent dans la Déclaration universelle. Ma thèse sera que celle-ci illustre “la crise du droit”, c’est-à-dire le fait qu’aujourd’hui le droit ne semble être qu’une technologie politique sans finalité distincte. Selon l’analyse que je vous propose, cette crise est la conséquence d’une manière de penser bien moderne, mais en fin de compte utopique et contradictoire.
La Déclaration Universelle
Ce qui frappe immédiatement le lecteur de la déclaration, c’est que la liste des droits qu’elle comprend, semble arbitraire et confuse, un mélange de sérieux et de ridicule. On y trouve des phrases purement rhétoriques,1 des contradictions logiques2 et économiques,3 des droits généralement reconnus comme tels, mais aussi des choses tout à fait différentes, qu’on a plus tard baptisé “les droits de l’homme de la deuxième génération”. Parmi ceux-ci on compte “le droit à une nationalité”, “le droit à la sécurité sociale” et d’autres “droits sociaux” comme le fameux “droit à des congés payés”. Plusieurs articles énoncent des droits à des biens dont la réalisation coûte cher, sans préciser le mode de financement. En affirmant le droit aux congés payés, la sécurité sociale et d’autres biens, la Déclaration impose en fait une obligation “morale” aux États d’en assurer la provision. De toute évidence les États ne peuvent s’acquitter de cette obligation que par les impôts et la mise en place d’une bureaucratie énorme. Au nom des droits de l’homme, l’État est autorisé à s’en prendre aux propriétés et aux libertés de ses sujets.
La crise du droit
N’ayant pas de fondement dans un raisonnement philosophique solide, la déclaration n’a en rien diminué l’incertitude concernant la notion de droit. Cette incertitude s’est manifestée au moins depuis la fin du dix-neuvième siècle. Elle n’a cessé de s’aggraver depuis la fin de la seconde guerre mondiale. Dans le langage contemporain, le mot "droit" n’a presque plus de relation avec la justice, c’est-à-dire le 1 Par exemple, “Tous les êtres humains doivent agir les uns envers les autres dans un esprit de fraternité” (art.1), “Toute personne à droit à un ordre social et international tel que les droits et libertés énoncés dans la présente Déclaration puissent y trouver plein effet” (art.28), ou encore le droit “à un effort national et à la coopération internationale pour obtenir satisfaction des droits économiques, sociaux et culturels indispensables à la dignité de toute personne et au libre développement de sa personnalité, compte tenu de l’organisation et des ressources de chaque pays” (art.22). 2 “Les parents ont le droit de choisir le genre d’éducation à donner à leurs enfants”, dit l’article 26 après avoir stipulé que l’enseignement doit être gratuit et obligatoire ou généralisé et ouvert à tous en fonction de leur mérite, et en faveur des activités géopolitiques des Nations Unies. En plus la déclaration dit que la liberté de pensée, de conscience et de religion est un droit de l’homme, et que celui-ci comprend le droit d’enseigner ses pensées et sa religion (art.18) 3 Par exemple, l’article 23, qui affirme le droit au travail, le libre choix de son travail et le droit à un rénumération équitable et satisfaisante lui assurant ainsi qu’à sa famille une existence conforme à la dignité humaine et complétée, s’il y a lieu, par tous autres moyens de protection sociale. respect de l’homme pour ses semblables et les méthodes et techniques pour maintenir le respect mutuel et rectifier les injustices. Le mot semble plutôt signifier une masse toujours croissante et fluctuante de règles, décisions et doctrines éphémères. Si à un moment donné, quelqu’un trouve que “le droit” ne garantit pas la solution désirée d’un problème qui l’agace, il réclame aussitôt un changement des règles et doctrines en vigueur. Apparemment, "le droit" est le moyen par excellence pour régler tout selon son désir—une technologie sans finalité qui peut servir n’importe quel maître. C’est comme si, par la traduction de ses visions utopiques en langage juridique, on espère conjurer l’histoire et recréer les hommes en sa propre image. La déclaration ne contredit en rien cette conception du droit. Au contraire, elle a été une première indication de l’acceptation générale de la doctrine que chacun a droit à tout ce qu’il parvient à mettre à l’agenda politique. Par son prestige, elle a beaucoup contribué à déclencher un véritable déluge des droits. La progéniture des droits de l’homme est aujourd’hui innombrable. Si je ne me trompe pas, on en est déjà à la cinquième génération des droits de l’homme. Depuis cinquante ans, les droits de l’homme se multiplient comme des lapins. Voilà ce qu’on a appelé l’inflation des droits, c’est-à-dire la croissance explosive des prétensions à des bénéfices matériels ou immatériels que l’état ou une autre autorité politique devrait garantir à ceux qui les réclament. Individus, majorités, minorités, groupes, nations, peuples, races, cultures, subcultures, enfants, femmes, jeunes, handicapés, allochtones, artistes, intellectuels, pauvres, victimes de la société, tous ont leurs propres droits économiques, sociaux, politiques et culturels. Il est difficile de s’imaginer un bien qui n’a pas encore été réclamé par quelque groupe ou mouvement comme “son droit” ou comme “un droit universel”. Apparemment, on a droit à ce qu’on veut, et ce qu’on veut a droit d’être reconnu comme un droit universel de l’homme—ce qui explique sans doute les soi-disant droits de l’environnement, des animaux, de la forêt tropicale, des paysages et des monuments historiques, et ainsi de suite ad libitum. La crise du droit se présente en premier lieu sous la forme d’un conflit de droits, le respect d’un droit n’étant pas compatible avec le respect de tous les autres. De cet aspect de la crise, surtout l’État et les bureaucraties internationales en tirent un grand profit, puisque c’est à eux que revient la tâche de résoudre ces conflits par la détermination autoritaire des priorités. En effet, les droits apparaissent ici comme source de confusion et même de guerre, la politique organisée comme la seule force capable d’imposer l’ordre et la paix. La déclaration universelle des droits de l’homme fait allusion à cette implication en mettant au premier rang le droit de vivre dans une société démocratique, et en autorisant les représentants de “la volonté du peuple” à déterminer l’interprétation et l’application des droits (articles 21 et 29). La crise du droit s’est aussi manifestée par une inflation encore plus visible des règles législatives et administratives, des procédures, formulaires et surtout des bureaucraties à tous les niveaux de la société nationale et mondiale. Ici la crise se présente sous la forme d’une incertitude généralisée concernant les conditions dans lesquelles une manière de vivre, une attitude ou un acte sont permis ou subventionnés, ou par contre frappés de taxes et d’impôts, de sanctions pénales ou administratives. Une grande partie de ces règles et bureaucraties est liée de façon directe ou indirecte à l’administration des droits de l’homme et de leur progéniture de droits semblables. Vue de cet angle, la déclaration a été une plate-forme pour l’expansion rapide de l’emprise de la politique organisée sur la société et les individus. Elle a fait des droits de l’homme le prétexte prestigieux pour entamer une organisation progressive des relations humaines sous le contrôle et la gestion d’une multitude d’institutions politiques réunies dans un réseau sans frontières. Plutôt que d’affirmer les droits de l’homme, elle a affirmé la priorité de la politique devant le droit. Être taillable et corvéable à merci, n’est-ce pas le droit fondamental de l’homme moderne? Voilà les contours bien connus de la crise du droit et de son rapport avec la déclaration. Il n’est pas nécessaire d’entrer dans les détails. Passons plutôt à la critique. D’abord il nous faut confronter une question: Cette crise du droit, n’est-elle pas une chimère? Beaucoup se débarrassent de l’idée d’une crise du droit en disant que les phénomènes que je viens de noter, ne sont pas symptômes de crise mais seulement d’évolution. C’est une hypothèse rassurante, mais elle n’est pas soutenable. La doctrine contemporaine du droit, pour autant qu’elle tente d’absorber les idées de la déclaration, est bel et bien une rupture décisive avec la notion du droit, tel qu’il a été compris pendant des siècles.
Conceptions du droit
Le principe dont surgissent les droits de l’homme de la déclaration et leur progéniture des droits à n’importe quoi, semble être que tout homme à droit à la satisfaction de ses désirs. Cette doctrine radicalement subjectiviste n’est pas nouvelle. Nous pouvons en tracer les racines jusque dans le monde antique. Pourtant, en Europe occidentale, elle ne s’est manifestée en dehors des groupuscules sectaires et hérétiques qu’aux débuts des temps modernes, plus précisément au dix-septième siècle, le siècle de l’absolutisme. En plus elle s’est d’abord manifestée dans les théories des auteurs politiques, qui s’efforçaient de trouver une justification rationnelle pour ce qui était alors encore un phénomène inouï: l’État et sa prétention à la souveraineté, c’est-à-dire le pouvoir d’imposer les lois qu’il juge utiles, en dépit des droits et libertés de ses sujets. Les théoriciens classiques du droit, par contre, restaient fidèles à la conception objectiviste du droit, c’est-à-dire à l’idée que le droit est un ordre objectif dans lequel tout homme et toute association ont le droit d’exister et d’agir pour autant qu’ils respectent le droit. Elle implique que l’homme a droit, non pas à la satisfaction de ses désirs, mais à ce que Thomas Jefferson a appelé “la poursuite du bonheur”. Ce que les deux conceptions ont en commun, c’est le complément nécessaire de tout droit à quelque chose. Je parle de la liberté d’action. Il est évident que le droit à quelque chose ne vaut rien sans le droit de faire ce qu’on juge nécessaire ou utile pour produire ladite chose. Ainsi, selon la conception objectiviste, chaque homme est en droit d’agir selon son propre jugement et sa propre volonté dans les limites du droit. Il est en droit de gérer sa propre vie, son corps, ses dires, actes et oeuvres—en un mot, sa propriété. Selon la conception subjectiviste, par contre, la liberté d’action est le moyen par lequel l’homme s’efforce de satisfaire ses désirs. Examinons-la de plus près en suivant le raisonnement de Thomas Hobbes, le premier théoricien de l’absolutisme moderne. Ses idées continuent à fasciner nos intellectuels, sans doute à cause de leur subjectivisme radical.
La conception subjectiviste et la philosophie politique
Pour Hobbes, le droit naturel d’un homme était de faire tout ce qui lui semble nécessaire ou utile pour jouir de sa vie—même tuer ou réduire à l’esclavage ses semblables. En effet, c’e n’est qu’en imposant sa volonté aux autres qu’un homme peut s’assurer de la jouissance de sa vie. Le droit naturel de l’homme est donc d’être le maître absolu du monde, de prendre la place de Dieu, afin que tout se passe selon son désir. Après avoir mis en place cette notion absolutiste du droit de l’homme, Hobbes nous rappelle aussitôt à la réalité. Il est tout à fait impossible, dit-il, que chaque homme soit le maître absolu du monde. Une guerre universelle se déclencherait si tout le monde essayait de s’imposer aux autres. La peur d’une mort violente et la raison nous enseignent qu’il faut chercher un moyen pour empêcher que les hommes tentent de vivre selon leur droit naturel. Le seul moyen adéquat, Hobbes continue, est que les hommes consentent à renoncer à leur liberté d’action et se soumettent à la raison et la volonté d’un seul. Ils doivent s’incliner devant la volonté de l’État et se transformer en fonctionnaires, des êtres téléguidés par sa loi. Ils doivent consentir à ne plus se comporter en hommes, mais en citoyens. Par leur consentement, la volonté du souverain devient la volonté des citoyens. En tant que citoyens, ils ne veulent que ce que l’État leur permet. Alors, ils peuvent tous satisfaire leurs désirs, dont l’État aura fait des désirs communs ou au moins compatibles. Aucun citoyen ne doit craindre que ses désirs soient frustrés par les actes indépendants des autres. Le contentement s’achète en renonçant à la liberté d’action. Cette façon de raisonner n’est pas unique à Hobbes. Nous la retrouvons chez des auteurs aussi divers que Platon et Rousseau. À la limite, elle mène à la conclusion que la satisfaction des désirs est la récompense de l’esclave qui laisse son maître juge du bien et du mal. Cette conclusion dépasse pourtant les intentions purement politiques des auteurs classiques. En élaborant leurs théories, ceux-ci n’avaient en vue que le danger que pose l’emploi des méthodes politiques—la violence, la contrainte et les impôts—pour satisfaire les désirs des hommes particuliers. Pour eux, l’État n’était nécessaire que pour assurer la paix. Il nétait pas question qu’il intervienne dans l’emploi des méthodes économiques comme le travail et l’échange consensuel pour d’autres raisons que la défense de la paix. Le citoyen n’avait pas encore une fonction économique, mais seulement une fonction politique. Aussi absolutiste qu’elle fût dans le domaine de la vie politique, l’idée du citoyen n’était pas encore une idée totalitaire, comprenant tous les aspects de la vie humaine.
La conception subjectiviste et le citoyen totalitaire
Ce n’est qu’au dix-neuvième siècle que l’idée totalitaire du citoyen s’est établie comme la nouvelle orthodoxie des intellectuels. Karl Marx est probablement l’auteur le plus connu et le plus influent de cette révolution théorique. Il s’est fixé sur l’idée qu’il faut mettre en commun et sous le contrôle unitaire de la collectivité non seulement les forces politiques—comme l’avait déjà enseigné Rousseau—mais aussi les forces économiques. Ainsi, croyait-il, l’homme et le citoyen pourraient s’unir en un seul tout, et l’homme pourrait se passer non seulement des rivalités politiques mais aussi des rivalités économiques. Pour Marx, les idées de Rousseau de la citoyenneté avaient bel et bien indiqué le chemin de l’émancipation de l’homme dans la sphère politique, mais elles s’étaient arrêtées avant de parvenir au grand but de l’histoire, la libération totale de l’homme. La libération devait selon lui être complétée par une extension de l’idée de la citoyenneté dans la sphère de la vie quotidienne et économique. Cette thèse est la conséquence immédiate du gnosticisme fondamental de Marx, c’est-à-dire de sa conviction que tout ce qui distingue un homme des autres est une entrave à l’épanouissement de la nature véritable de l’homme—une cause de l’aliénation de l’homme historique par rapport à sa nature originaire. Les hommes particuliers, comme vous et moi, se distinguent l’un de l’autre par leurs propriétés privées, leurs professions, leurs familles, épouses, enfants, amis, leurs cultures et leur sexe. Or, pour Marx, toutes ces distinctions sont des aberrations historiques, provoquant des conflits interminables dont la seule solution est une révolution totale qui réunira chaque homme avec l’humanité tout entière. Il faut donc en finir avec l’homme particulier et libérer l’homme universel des contraintes imposées par les conditions de la vie en société. Ainsi libéré, l’homme pourrait réaliser les potentialités infinies de toute l’humanité. C’est la promesse du communisme de Marx. En brisant les chaînes de sa vie particulière, tout homme s’unira à tous les autres, formant avec eux une communauté universelle où, selon la phrase célèbre de Marx, “je peux faire ce que je veux, tandis que la société assure la production générale”. N’est-ce pas un paradoxe? Ne faut-il pas en conclure que sa libération des contraintes de l’existence fait de l’homme l’esclave de la production générale? Pourtant, du point de vue de la philosophie vertigineuse de l’homme universel, il n’y a point de paradoxe. En dépit de son affirmation persistante de l’unité de l’humanité, elle présuppose en effet un dualisme radical entre l’hommeconsommateur et l’homme-producteur. C’est précisément par ce dualisme que cette philosophie peut affirmer en un seul souffle et la libération de l’homme-consommateur, qui a droit à tout ce qu’il veut, et l’esclavage de l’homme-producteur, qui n’est que simple rouage dans la grande machine de la société qui assure la production générale selon les directives de la politique économique collective.4 Ce 4 En présentant cette philosophie gnostique comme une présupposition du marxisme, je n’ai pas l’intention de limiter son application à cette grande débâcle du siècle qu’était l’Union Soviétique. Elle s’applique aussi, et même dans un plus haut degré, à l’État-Providence de type occidental. Ne manquez pas la connotation biblique du terme “État-Providence”, qui nous renvoie à ses origines dans la pensée utopique d’un paradis terrestre sans Dieu. L’État occidental n’a certainement pas choisi la route stalinienne de la politique économique collective. Il a choisi la route de la gestion macro-économique, et surtout de la manipulation de la masse monétaire et du crédit, de la fiscalité et dualisme ne se résout que dans l’utopie du communisme finale où l’homme pourra consommer sans produire. Traduisant la pensée marxienne dans le langage des droits de l’homme, nous arrivons à ceci: “ Chaque homme a droit à tout ce que les pouvoirs réunis de l’humanité peuvent réaliser. ” Nous y reconnaissons l’esprit de la déclaration universelle et sa progéniture récente: “ Chaque homme a droit à tout”. Nous y reconnaissons aussi le prix qu’exige ce droit qui ne cesse de provoquer des conflits de droits et d’élargir l’emprise de la politique et des bureaucraties. On le paie en renonçant à son individualité et à sa liberté d’action, en devenant ainsi fonctionnaire d’une organisation totalitaire qui fixe à chacun son mode de sa vie.
La conception objectiviste du droit
Revenons maintenant à la conception objectiviste et classique du droit comme l’ordre fondamental de la société humaine. Elle se rapporte directement à la nature objective de la société. Celle-ci est un réseau dans lequel participent d’innombrables individus, tous des êtres distincts et séparés, capables d’agir selon leur propre jugement et volonté. Ce réseau peut être en ordre ou en désordre. Il y a désordre ou confusion quand un individu parvient à faire croire qu’il est l’auteur des dires, actes ou oeuvres d’un autre, ou qu’un autre est l’auteur de quelque chose qu’il a fait lui-même. Il y a confusion quand un individu traite un autre ou ses possessions comme s’ils étaient à lui. Dans tous ces cas il y a crime ou injustice: Une personne faillit à son devoir de respecter les distinctions naturelles et objectives qui définissent précisément l’ordre de la société dans laquelle elle se trouve face à ses semblables. Alors, on ne peut plus distinguer le coupable et l’innocent, le débiteur et le créditeur, le malfaiteur et la victime, le producteur et le parasite. L’ordre de la société est perturbé et les affaires humaines deviennent confuses.5 D’injustice en injustice, la société se transforme en labyrinthe et mensonge collectif. La notion objectiviste n’implique pas que pour réaliser son droit, l’homme doive renoncer à employer les facultés qui lui sont propres par nature. À l’encontre de la conception gnostique, elle accepte que l’homme ne soit pas un dieu, mais un être irrévocablement naturel, donc mortel, limité, imparfait, qui ne peut vivre qu’en dehors du paradis.6 Dans la conception classique du droit, le droit de l’homme est bien défini: c’est le droit de faire tout ce qui n’est pas une cause de désordre dans les affaires humaines, tout ce qui n’est pas injuste envers d’autres personnes. Pour autant qu’elle accepte les exigences de la justice, toute personne est en droit de jouir de la plus complète liberté d’action. La conception classique ne produit pas de conflit des droits. Elle ne fait que noter les distinctions qui sont dans les choses, dans les faits de l’existence d’une humanité composée d’êtres distincts et séparés. Elle se rapporte donc à une réalité objective et à la vérité, qui sont communes à tous la régulation. Il a préféré se servir du système capitaliste en le transposant dans un contexte où ses institutions fondamentales—la propriété, le contrat, et la responsabilité individuelle—ne sont plus que des variables dépendantes de la politique collective. On peut se demander si cette tentative n’a pas conduit à une corruption mutuelle du capitalisme et de l’État, mais c’est une question qui dépasse le sujet de cette conférence. 5 C’est le cas, par exemple, quand l’État cesse d’être le servite de la justice et commence à gérer la société comme si elle n’était qu’une propriété. Alors il commence à prendre des uns pour donner aux autres, à libérer les uns de leurs responsabilités en imposant les risques de leurs actes à d’autres personnes qui n’y sont pour rien, à criminaliser des actes justes et à légaliser des injustices. Cela n’a rien à voir avec le droit, même si le prétexte est que l’État n’agisse que pour la plus grande satisfaction des désirs de ses sujets. 6 Du point de vue de cette notion classique, l’expulsion du Paradis était en fait un acte de justice. L’homme n’était-il pas devenu “semblable à Dieu” en acquérant la faculté de juger du bien et du mal? Et la justice ne défend-elle pas à tous, même à Dieu, de tenir en servitude ses semblables? On est loin des conceptions gnostiques qui animent la conception subjectiviste des droits de l’homme, et qui fait de lui un être divin à qui tout est possible. On est loin aussi du millénarisme chrétien et ses promesses d’un retour à la béatitude du premier Paradis. les hommes. Elle se passe des opinions et des désirs subjectifs, même ceux qui sont proclamés par une majorité d’électeurs ou des diplomates et conseillers de l’O.N.U. La conception classique continue à s’affirmer dans la vie quotidienne où l’homme vit parmi ses semblables. L’adhésion qu’elle continue à y trouver, empêche que la vie quotidienne se transforme en labyrinthe. Par contre, elle a presque disparu du monde de la haute rhétorique des grandes organisations, où la société humaine n’est qu’un dossier de statistiques. Là elle a dû céder la place à une nouvelle conception, qui fait des droits de l’homme des prétextes pour élargir l’emprise de la politique organisée.
Conclusión
Voilà où nous en sommes. La conception subjectiviste des droits de l’homme, que nous retrouvons dans la Déclaration, a mis long temps avant de gagner l’adhésion de l’opinion intellectuelle. Maintenant, elle est devenue dominante. Souvenez-vous pourtant qu’elle a été introduite pour un but précis, celui d’empêcher l’emploi des méthodes politiques pour d’autres fins que la défense de la paix et de la liberté—c’est-à-dire la défense du droit objectif de la société humaine. Comment a-t-elle pu devenir le point de départ d’une justification de l’emploi à grande échelle des méthodes politiques pour la satisfaction de tous les désirs imaginables? Dans le passé, l’absolutisme totalitaire, inhérent à la conception subjectiviste du droit, a été tempéré par l’influence de deux forces formatives de la civilisation occidentale. Je parle de l’orthodoxie judéo-chrétienne et du libéralisme classique, les deux bastions du droit naturel objectif des hommes. Aujourd’hui, dans le monde occidental, ils sont tous les deux à peu près complètement submergés sous les courants gnostiques, dont la philosophie marxiste n’est d’ailleurs qu’une manifestation. En termes religieux, le gnosticisme nie le donné fondamental de la religion biblique, que l’homme est un être naturel, donc imparfait et limité. Il affirme, au contraire, la divinité de l’homme, son droit à la satisfaction totale de ses désirs. Cette satisfaction est bien sur impossible pour les hommes particuliers, qui se heurtent partout aux limitations imposées par la nature et l’existence des autres. Voilà pourquoi le gnosticisme finit toujours par sacrifier l’homme particulier sur l’autel de l’homme universel. Le droit naturel à la liberté et la propriété, qui marque la condition existentielle du premier est sacrifié pour la plus grande satisfaction de l’autre. Le sacrifice restera en vain. Le culte de l’homme universel convient parfaitement à une culture ou l’estimation exagérée de soi-même masque le manque de respect de soi-même et donc des ses semblables, mais il ne fait que nourrir la crise du droit en renforçant l’hédonisme et l’indolence des hommes particuliers. Il renforce l’hédonisme par sa doctrine que tout désir frustré est une preuve irréfutable d’injustice. Il renforce l’indolence en promettant aux hommes une satisfaction gratuite de leurs désirs, les délivrant ainsi de la poursuite souvent douloureuse du bonheur incertain. C’est dire qu’il continuera à multiplier les soi-disant droits de l’homme et les pouvoirs politico-bureaucratiques qui incarnent pour lui la primauté de l’universel par rapport au particulier. Frank van DUN Novembre 1998

Pourquoi l'homme a-t-il des droits ?

par Tibor R. MACHAN Professeur de Philosophie à Auburn University (Alabama) La Déclaration d'Indépendance américaine contient une phrase célèbre : "Nous tenons pour évidentes ces vérités, que tous les hommes naissent égaux, qu'ils sont dotés par leur Créateur de certains Droits inaliénables, dont la Vie, la Liberté et la recherche du Bonheur." J'aimerais dans ce qui suit réfléchir sur cette remarque. Je discuterai des raisons qui m'incitent à penser que l'homme a bel et bien des droits, contrairement à ce que disent bon nombre d'intellectuels de nos jours. Pour commencer, notons que le constat de la Déclaration d'Indépendance ne dit pas que ces vérités sont évidentes, seulement que nous les tenons pour évidentes. Tout contexte particulier comporte un certain nombre de faits, de suppositions ou de propositions que l'on accepte comme évidents. Lorsque nous jouons au football, au tennis ou au basket, nous allons tenir pour évidente l'existence des lois de la gravitation ; il n'est aucun besoin de la prouver. De même, nous pouvons supposer que les Pères fondateurs de la République américaine tenaient pour évidente l'existence des droits dont ils parlaient, et ensuite ont décidé d'en faire le fondement de leur jeune société. Ceci dit, qu'ils aient tenu pour évidents ces droits ne signifie pas que nous en faisons autant, ni qu'il le faudrait. L'origine des droits individuels En effet, en philosophie politique la proposition selon laquelle l'homme a des droits (notamment à la vie, à la liberté et à la recherche du bonheur) ne saurait être tenue pour une évidence. L'idée est plutôt le produit d'une réflexion sur l'éthique, la politique, la nature, Dieu, la vie humaine, etc... Je commencerai par une discussion des origines historiques du postulat que l'homme a des droits individuels et naturels. Il est clair que le concept de droits naturels n'est devenu dominant qu'à un moment assez tardif de l'histoire intellectuelle de l'Occident, aux alentours du 16ème et du 17ème siècles (même s'il y en a eu des formes rudimentaires aussi avant cette date). Dans un passage de la Politique, Aristote parle d'un sophiste nommé Lycéphron, qui énonce que l'unique fonction de la loi est "la garantie mutuelle des droits". Il est clair que Lycéphron fut aussi proche que possible de la position libérale classique, ou libertarienne, compte tenu des développements conceptuels visibles en politique à l'époque. Il assignait un contenu minimal à la loi. Aristote s'y opposa en disant que la loi devait encourager la vertu et non uniquement garantir les droits de chacun. Mais l'existence même de cette controverse démontre avec suffisamment de clarté que le concept de droits en tant que limitation de l'agir des gens - et en particulier des Etats - sur les autres, était présent dès Aristote, contrairement à ce que certains auteurs avancent (par exemple Alasdair MacIntyre).(1) Une bonne partie de la jurisprudence du Droit romain contenait des concepts qui aujourd'hui pourraient parfaitement s'analyser en termes de droits individuels et fondamentaux. Mais il ne s'agit pas ici de la nature des droits juridiques ou positifs, mais du contenu des théories politiques. Il faut avancer encore quelques siècles jusqu'à Guillaume d'Occam pour trouver une analyse du droit qui soit à peu près semblable à la pensée libérale contemporaine. Dans notre vocabulaire politique, un droit désigne normalement un "espace" de juridiction exclusive. Cela peut être le droit de décider à qui je vends les poèmes que j'ai écrits, le droit d'utiliser une salle de conférence, le droit d'user de sa propriété, de son corps ou d'une partie de son corps. Avoir le droit = être souverain "Avoir le droit" signifie alors être autorisé à exclure d'autres personnes et à prendre soi-même la décision de faire telle ou telle chose. Si j'ai le droit d'utiliser un magnétophone ou une paire de lunettes, je peux les détruire, les utiliser, les donner etc..., et personne n'est autorisé à m'en empêcher. En d'autres termes, je suis l'autorité en la matière, je suis le souverain. C'est là le sens profond du mot "droit", même dans les philosophies politiques qui ne sont fondées ni sur l'individualisme, ni sur la théorie des droits naturels. Lorsque les gens parlent des droits d'un groupe, cela signifie que personne ne peut priver un groupe de son droit de faire ceci ou de posséder cela, etc... On ne saurait simplifier ni universaliser davantage la notion de droits. Les droits impliquent une certaine délimitation de la juridiction dans laquelle un individu est libre de ses décisions ; personne ne peut l'en empêcher, que ses décisions soient bonnes ou mauvaises. Certes, le concept de droits naturels est plus compliqué et s'insère dans une théorie plus large. Celle-ci répond à la question "D'où viennent les droits, comment les justifier, comment prouver leur existence ?" Lorsque nous parlons de droits naturels de l'homme, la qualification "naturels" est méta-éthique, c'est-à-dire qu'elle passe devant le contenu réel des droits. Elle se réfère à la justification ou à la source de justification de ces droits. Les droits peuvent être conventionnels, spéciaux, juridiques, institutionnels et théoriquement de n'importe quelle origine. Chaque fois qu'on assortit un droit d'un tel adjectif, celui-ci sert à indiquer la source ou le type de justification qui est à l'origine de nos droits. Nous évoquerons dans ce qui suit quelques penseurs qui ont donné des justifications différentes aux droits naturels. Hobbes : le droit de rester en mouvement perpétuel Guillaume d'Occam a caractérisé les droits naturels comme le pouvoir de la "droite raison" (Right Reason). Ce fut probablement la première indication connue de ce qu'avoir un droit signifie avoir le pouvoir ou l'autorité de faire telle chose, sans que les autres puissent interférer avec cette action. Au 16ème siècle, avec Thomas Hobbes, il y eut un léger détournement de ce sens. Hobbes développa une théorie dans laquelle avoir des droits signifiait : avoir le droit de faire X est pour cette chose ce qu'on pourrait raisonnablement anticiper qu'elle fasse. D'après cette conception matérialiste et existentielle, les animaux pourraient aussi avoir des droits, même si Hobbes n'en a pas parlé comme on en discute parfois aujourd'hui. Les hommes avaient des droits dans l'état de nature ; pour Hobbes cela ne voulait pas dire qu'ils avaient une grande liberté de choix, mais plutôt un pouvoir régulier et attendu qui était anticipable par rapport à leur comportement. Puisque la motivation profonde de l'homme est la préservation de soi, on peut s'attendre à ce que les gens agissent essentiellement en fonction de cet objectif ; leur droit de le faire n'est que la contrepartie de leur nature. La pensée de Hobbes a d'autres particularités et elle reste peut-être parmi les moins connues. Puisque c'était un matérialiste et un déterministe très convaincu, certains l'ont appelé le premier philosophe scientiste. Il fut le premier philosophe important à emprunter des propositions aux sciences naturelles naissantes et à les extrapoler pour forger une philosophie intégrale de la nature. Il étendit le regard scientifique au domaine de la morale et de la réflexion politique. Hobbes regarda la nature, y vit l'existence de certaines lois et les appliqua à la vie et à l'organisation politique humaines. D'après Hobbes, les hommes se comportent exactement comme le reste de la nature ; en définitive, les lois du comportement humain ne sont en rien différentes des lois physiques ou biologiques. La vie humaine n'est qu'une forme plus compliquée de comportement, qu'il s'agisse du comportement des molécules, des atomes, des planètes, etc... Lorsque les hommes se trouvent dans l'état de nature - à l'extérieur de la société civile qui, elle, est gouvernée par la loi positive - ils ne bougent que pour se maintenir en mouvement ; c'est l'instinct de survie. Pour Hobbes, le sens de la survie se limitait au maintien de ce mouvement perpétuel. Ainsi, dans l'histoire de la philosophie il se range du côté des grands réduction-nistes : il pensait qu'il était possible de réduire tout phénomène complexe, même la pensée et la perception, au fonctionnement des lois de la physique mécaniste qui apparaissait à cette époque. Cette approche a connu une grande influence et marque encore aujourd'hui un grand nombre d'écoles dans le domaine des sciences sociales, même si l'on commence à la mettre en cause. Au début de ce siècle, la psychologie behaviouriste par exemple était presque entièrement fondée sur les thèses de Hobbes. Son objectif était de réduire la compréhension du comportement des organismes - y compris les êtres humains - au simple fonctionnement de la matière. De même, on a longtemps espéré pouvoir réduire les principes des sciences économiques à ceux de la physique. Puisque Hobbes était un partisan de cette approche physique et scientiste, le fait qu'il ait aussi élaboré une théorie des droits individuels peut surprendre. En effet, à la différence des théories ultérieures du droit naturel, la conception de Hobbes impliquait la possibilité de se conduire comme on le ferait normalement, et non le droit moral d'agir librement. La société civile : l'abandon des droits individuels D'après Hobbes, lorsque les hommes sont entrés dans la société civile, ils ont découvert la nécessité de concevoir un système juridique. Dans l'état de nature, l'exercice constant des droits individuels augmente le nombre de conflits jusqu'au point où la liberté de chacun - c'est-à-dire le comportement attendu des hommes dans un environnement sans contraintes sociales - devient autodestructrice. Des lois (ou des conventions) devaient apparaître afin de coordonner les comportements, tout comme il y a des règles de conduite pour la circulation des voitures. Ainsi, en choisissant la société civile, l'homme abandonne ses droits au souverain (ou au gouvernement civil) afin de mieux préserver ses intérêts et progresser dans la vie. L'ensemble des droits dont jouissaient les hommes dans l'état de nature seraient donc perdus avec l'entrée dans la société civile, et les hommes soumis au gouvernement civil. La seule exception à cette règle était le droit de protéger sa vie contre le pouvoir de l'Etat, si celui-ci la menaçait. Autrement dit, le droit à la vie ("le droit au mouvement perpétuel") précédait toute autorité déléguée. Hobbes fait entendre que la fonction de l'Etat est de protéger les droits des individus. Il ne l'a pas fait aussi clairement que John Locke ou les autres tenants du libéralisme classique ; mais l'idée est bien que l'Etat n'a pas pour but de mener les individus (même s'il est très puissant) mais de les aider à vivre et à s'épanouir. Puisqu'il ne pouvait pas avoir lu les travaux de James Buchanan sur les Choix Publics, Hobbes croyait qu'en déléguant tous ses droits personnels à l'Etat, celui-ci les protégerait d'une manière très efficace. Plus tard, ce point de vue individualiste a progressivement contribué à diminuer l'étendue du pouvoir d'Etat, dès lors qu'il apparaissait - par exemple grâce à Adam Smith - qu'accorder d'importants pouvoirs à l'Etat était préjudiciable pour le bien-être des individus. Locke : les hommes sont libres, indépendants et égaux Le personnage majeur suivant dans l'évolution de la pensée du droit naturel est John Locke. Locke occupe une place particulière dans la philosophie politique dans la mesure où sur des points importants son approche philosophique est très similaire à celle de Hobbes (notamment en épistémologie, dans ses réflexions sur la nature humaine, ses explications de la perception et du lien entre le monde des idées et le monde concret). Locke était, lui aussi, sous l'influence du physicalisme et du matérialisme. Il croyait par exemple que la perception se produit lorsque les sens sont bombardés par les impressions du monde physique. Les idées ne sont ensuite que des copies de ces bombardements, une fois que l'individu en a absorbé assez. Il était empiriste et dans une certaine mesure déterministe dans ses travaux empiriques, ainsi que subjectiviste en éthique. Il pensait que par définition, ce qui donnait un plaisir à l'individu était bon et ce qui infligait la douleur et la souffrance était mauvais. Et, comme Hobbes, il était partisan de l'hédonisme en psychologie, estimant que les gens font automatiquement ce qui leur fait plaisir et évitent les actions qui mènent au contraire. En philosophie politique, il a fait un grand saut. Pour tout dire, les savants ne sont pas d'accord sur ce point : certains pensent en effet que la distance entre sa philosophie générale et sa pensée politique n'est pas tellement grande. Quoi qu'il en soit, Locke soutenait que les individus sont nés libres, indépendants et égaux dans le sens où, au début - avant de pouvoir consentir - ils ne sont les serviteurs ni les maîtres de personne. Lorsqu'ils entrent dans la société humaine, ce qui signifie le plus souvent l'arrivée à l'âge adulte, tout le monde est également indépendant, chaque individu est souverain. Voilà le point de départ de la philosophie politique de Locke. L'individu devient membre de la société humaine à l'âge mûr, à égalité avec les autres sans pouvoir ni autorité sur la vie d'autrui. Cette égalité était déjà présente dans la pensée de Hobbes dans une certaine mesure. Le réductionnisme de Hobbes implique cependant que tout dans le monde est égal ; si l'on applique cette idée pleinement, les hommes et les cailloux valent autant. Hobbes rejoint ainsi certains psychologues qui ne distinguent les hommes des rats que par le degré de complexité de l'organisme (mais non par leur essence). Locke, en revanche, a choisi un point de départ différent pour justifier l'égalité des hommes. A l'origine, tous les hommes sont moralement neutres. Cette notion est déjà présente dans l'épistémologie de Locke : selon la doctrine de la table rase, l'esprit humain à la naissance est vide, sans inclination vers le mal ni vers le bien. L'homme n'est ni supérieur, ni inférieur aux autres. Lorsqu'on recherche ensuite le type de société politique qui correspond à cette théorie de la nature humaine, on peut tout de suite exclure la notion d'esclavage ou du droit divin, où certains hommes ont un droit naturel de commander aux autres. Locke avance au contraire que nous naissons tous égaux au sens moral (ce qui ne veut pas dire que nous sommes tous également grands, beaux et minces). Nous avons tous le même point de départ en tant qu'êtres moraux. (On peut discuter de ce que cette égalité morale défend d'imposer toute autre forme d'égalité.) Voilà la première étape de l'analyse lockienne des droits naturels. En vertu de la nature humaine - qui consiste en cette égalité fondamentale, la liberté négative par rapport à la domination d'autrui - nous pouvons considérer que l'homme possède un certain nombre de droits fondamentaux. En d'autres termes, c'est la nature humaine qui justifie que les hommes doivent être traités d'une certaine façon, faute de quoi ils ont le droit légitime de se défendre contre ceux qui violent leurs droits. D'où l'appellation de droits naturels. La vie, la liberté et la propriété Quels sont alors ces droits naturels qui appartiennent à chaque homme dans sa qualité d'être humain ? Le premier droit naturel pose l'homme en gouverneur absolu de sa propre vie ; ce droit ne peut être repris par autrui que par le libre consentement de l'individu. L'homme a donc une propriété naturelle sur sa propre personne et sur ses possessions. Chaque homme est le seul maître souverain de sa vie. Cette idée figure entre autres dans la Déclaration d'Indépendance des Etats-Unis d'Amérique : tous les hommes naissent égaux et ont droit à la vie, à la liberté et à la recherche du bonheur. Locke soutenait que chacun est légitimement propriétaire de sa vie, ainsi que des fruits de son travail, produits soit par son labeur, soit par l'échange : c'est la propriété individuelle. Arrivée à la notion de propriété, la théorie lockienne devient plus complexe. D'après ses écrits politiques, au commencement de tout, Dieu a donné aux hommes un usufruit commun sur toutes les choses de ce monde. Les individus peuvent prélever sur ce fonds commun en y mêlant leur travail pour en faire ainsi leur propriété privée. C'est la fameuse théorie de la propriété fondée sur la valeur travail. C'est donc en mêlant mon travail avec les ressources de la nature que je deviens propriétaire : les droits naturels concernent non seulement ma propriété sur ma personne mais aussi sur mes biens et sur les valeurs que j'utilise et fais miennes. Les limites de l'appropriation Toutefois, ces droits d'appropriation privée ne sont pas illimités. Le célèbre "proviso" de Locke explique que la même raison qui dicte aux hommes d'accepter et de respecter la propriété privée leur dicte également certaines limites : le droit du premier occupant du sol ne vaut que dans la mesure où il n'empêche pas les autres de s'approprier ce dont ils ont besoin pour subsister. Nombreux sont ceux qui ont interprété cette réserve comme une limitation majeure de l'approbation absolue que Locke donne par ailleurs à la propriété privée. Mais si Locke explicite son proviso, il n'y a aucun consensus sur le sens pratique de son contenu. Locke a-t-il voulu limiter la propriété par des règles d'exception ? Si oui, pourquoi ? Ou bien faut-il donner un autre sens à cette condition ? Bien sûr, il est possible que Locke ait eu tort de l'énoncer. C'est pourquoi il peut être utile d'explorer brièvement certains aspects de la propriété privée, en particulier l'apparition rare de monopoles absolus sur les biens et services que contient la nature et dont ont besoin les hommes. Les libéraux classiques soutiennent en général que lorsqu'un bien fait l'objet d'une appropriation privée, cela permet d'accroître et même d'améliorer le stock de ressources qui reste à la disposition des autres. Autrement dit, l'institution de la propriété privée tend à conduire les propriétaires à agir de manière à augmenter la valeur de leurs biens. L'échange commercial qui s'ensuit diffuse cette valeur à un grand nombre d'autres personnes. Ainsi, la protection juridique de la propriété privée satisfait pleinement à la condition de Locke : "ce qui reste suffit aux autres, en qualité et en quantité".(2) Ceci semble être une inférence valable, étant donné certaines suppositions sur la nature humaine qui sont au moins aussi anciennes que le commentaire d'Aristote sur les mérites des droits de propriété privés : "Ce qui est à tous n'appartient pas à chacun. Dans ce terme 'tous' il y a une grave équivoque, ce qui entraîne la confusion et non l'accord entre les esprits. En outre, on prend fort peu de soin de ce qui appartient en commun, alors que l'on se soucie au plus haut point de ce qui appartient en propre. De même, l'on se soucie moins d'une chose si l'on pense qu'un autre s'en occupe, comme cela se produit lorsque la main d'oeuvre est nombreuse et peu responsable, alors qu'un personnel réduit mais responsable fera beaucoup mieux." (La Politique, Livre 2) Le mouvement contemporain vers plus de privatisation est souvent justifié de la même manière : la propriété privée tend à être traitée d'une façon plus responsable, plus productive et plus attentive que la propriété commune. D'une manière générale, la prospérité augmente avec l'institution de la propriété privée. Ainsi, il est vrai que l'on invoque parfois la condition (le "proviso") de Locke pour saper le caractère universel et absolu de la propriété privée ; mais cette condition peut aussi être interprétée comme un support de la diffusion de la propriété privée, destiné à étendre son application à tous les domaines de la société et de la traiter comme un droit absolu qui ne doit jamais faire l'objet de compromis. Pourtant, il est des situations exceptionnelles où il est possible d'arguer que Locke aurait aimé suspendre temporairement les droits de propriété. Par exemple, voler de la nourriture pour survivre lorsqu'on se trouve en détresse peut être un acte au moins moralement pardonnable, même s'il ne doit pas être appuyé par la loi.(3) La société civile : gardien des droits naturels Locke pensait que l'unique raison d'être de la société civile et de l'Etat était la sauvegarde des droits naturels. Ces derniers existent bel et bien dès l'état de nature ; les hommes doivent pouvoir bénéficier d'une sphère de souveraineté individuelle avant même d'entrer dans la société civile. Les hommes ont certains droits en vertu de leur nature et de leur interaction, quoi qu'en disent la loi et les autres membres de la société. Or, Locke estimait en même temps que nous ne sommes pas assez forts pour résister face à ceux qui refusent de reconnaître notre souveraineté individuelle ; il existe en effet des personnes qui voudraient nous asservir - des criminels. Certains individus sont incapables de résister à l'invasion, à l'intervention et à l'incursion des personnes qui s'efforcent de nous commander. En conséquence, il serait utile de trouver un moyen de se protéger contre de telles violations de nos droits. Mais dire qu'il faudrait délimiter les sphères d'action des individus ne signifie pas forcément que ceci sera fait. Cela dépendra de notre pouvoir, notre force et de notre volonté d'y parvenir. (Ici, Locke fait du libre-arbitre un postulat qui ne trouve pas de soutien dans son système philosophique plus large !) Une manière d'y parvenir consiste à employer des agents spécialisés dans le travail de protéger nos droits, c'est-à-dire créer un Etat. Il va sans dire que ces agents seront eux-mêmes tenus par ces droits. Par analogie, si j'embauche un garde du corps, il ne pourra travailler pour moi que si 1) il a effectivement été engagé par moi, 2) si notre lien contractuel est fondé sur le respect mutuel de nos droits, et 3) si ses actes en mon nom ne vont pas au-delà de ceux qui me sont autorisés pour protéger mes droits. Ainsi, lorsque Locke pose que le but du gouvernement civil est la protection des droits naturels, il souligne que l'Etat doit voir le jour par le consentement des gouvernés, par le rapport volontaire entre les citoyens et les gouverneurs. Une fois de plus, il nous est précisé que l'Etat doit être le serviteur des individus dont les droits doivent être protégés et respectés non seulement par tous les membres de la société civile, mais aussi par ceux qui sont employés pour les protéger. Le problème posé par la théorie lockienne des droits naturels est que l'hypothèse initiale - le principe d'égalité et de liberté absolues de tous dans l'état de nature - n'a pas été vérifiée. C'est un postulat. Locke a affirmé que les hommes étaient égaux, indépendants et libres : à partir de là, il a pu démontrer l'existence de certains droits, y compris la vie, la liberté et la propriété. Il s'ensuivit que la fonction de l'Etat était de protéger ces droits. Mais il aurait fallu prouver l'exactitude de la prémisse de départ, puisqu'un grand nombre de personnes ne pensaient pas que les hommes étaient égaux, indépendants et libres. Résultat : les droits naturels se sont retrouvés sans fondement. Même les Pères fondateurs américains dans la Déclaration d'Indépendance ont esquivé le problème en affirmant qu'il faut tenir pour évidentes ces vérités que sont les droits naturels. Cela ne doit pas surprendre, puisque cette déclaration était essentiellement un document politique et non un traité philosophique. Enfin, on pourrait y voir la suggestion que même si nous croyons en l'existence de ces droits, nous ne disposons pas d'arguments suffisants pour la prouver. Il en résulte qu'une bonne partie de la philosophie ultérieure, bien que lockienne en épistémologie et en d'autres domaines, n'a pas suivi la philosophie politique de Locke. C'est ainsi qu'au lieu de renforcer la doctrine du droit naturel, l'empirisme britannique l'a affaiblie. En conséquence, si l'on accepte vraiment les fondements philosophiques de l'empirisme, il n'est plus possible de défendre le droit naturel tel quel. Le détournement de la théorie lockienne Permettez-moi de faire une petite digression philosophique. La perspective purement empiriste (qui soutient que toute connaissance provient de nos impressions sensorielles du monde extérieur) se heurte à quelques problèmes. D'abord, cela signifierait que tout ce que je sais se trouve dans mon esprit, mais ne vient pas du "dehors" ; ce que je sais se compose de perceptions empreintes sur ma conscience, mais je ne sais pas d'où viennent ces impressions. Lorsque je regarde un objet, je sais que mon cerveau reçoit une multitude de perceptions sensorielles ; mais est-ce que je peux sortir de mon intellect pour vérifier que mes impressions sont réellement des impressions de quelque chose qui m'est extérieur ? Il s'ensuit que l'idée même d'une nature indépendante ayant ses propres lois, caractéristiques et principes de fonctionnement, devient floue. L'incertitude s'installe quant à la nature des choses qui nous entourent. Jeremy Bentham et John Stuart Mill, empiristes et penseurs libéraux à bien des égards, n'étaient pas des partisans enthousiastes de la doctrine du droit naturel. Quant à Karl Marx, il voyait dans la notion du droit naturel un mythe pratique, sans validité objective, inventé pour rationaliser le régime politique. C'est ainsi que l'idée de droits naturels de l'individu fut progressivement pervertie, même si elle a fortement influencé la Common Law et le droit constitutionnel. Bentham l'a couverte de ridicule en la qualifiant de "non-sens monté sur des échasses". Mill ne lui a donné son soutien que dans la mesure où il l'a utilisée comme outil intellectuel. Dans son ouvrage De la liberté, où par ailleurs il se fait l'avocat d'un grand nombre d'institutions libérales - y compris la liberté de la presse, la liberté religieuse, le libre-échange économique aussi bien qu'au niveau des idées - Mill se sert de la notion de droits individuels comme d'un moyen et non comme fondement théorique. L'utilitarisme : le sacrifice progressif du droit naturel Par la suite, il est devenu plus courant d'utiliser une justification téléologique plutôt qu'un argument déontologique ou de principe pour défendre le droit naturel. Moyennant quoi Mill lui-même finit par faire certaines concessions en matière de droit naturel : il préconise par exemple certaines formes de redistribution de richesses, puisque le plus grand bonheur du plus grand nombre peut être accru par de telles mesures. Autrement dit, il ne considère pas que les droits naturels soient sacrés au point d'exclure l'expropriation de la propriété individuelle à des fins charitables. L'utilitarisme de Mill signifie que les droits individuels peuvent être sacrifiés dans certains cas ; à la différence de Locke, il ne s'engage pas pour un système juridique destiné à protéger les droits naturels, en particulier les droits de propriété. Ceci s'explique probablement par le fait que la théorie lockienne du droit est fondée sur la nature humaine, ce qui présuppose que celle-ci peut être connue. Or les empiristes avaient pour caractéristique qu'ils ne croyaient pas qu'il soit possible de connaître la nature de l'homme. Seule l'expérience humaine peut être connue ; mais puisque l'avenir peut s'avérer très différent du passé, l'expérience ne fait que suggérer ce qui dans la nature est établi, transcendant et continu. Si l'expérience peut ainsi être contestée par l'avenir, il en va de même pour le droit naturel. Par contraste, Locke pensait que la nature humaine possédait certaines caractéristiques stables qui se vérifiaient toujours quoi qu'il arrive ; les droits naturels de l'homme découlent de sa nature humaine à laquelle on ne peut pas échapper. Il arrive ainsi un moment dans l'histoire où les droits n'ont plus la même importance, voire sont regardés comme quelque chose de mythique. Marx par exemple pensait que la propriété privée était utile dans une certaine phase de l'histoire humaine, puisqu'elle permettait une production industrielle importante. Certes, le capitalisme conduisait au gaspillage et à produire beaucoup de choses inutiles, mais il contribuait aussi à mettre en marche des processus puissants qui plus tard le détruiraient. Ainsi, les structures de production ne reflètent pas un principe fondamental de la vie humaine, mais une phase temporaire. Empirisme et positivisme Une fois que nous avons passé ce tournant philosophique - qui s'opère au début de ce siècle - la théorie des droits naturels ne recueille plus aucun soutien intellectuel. Pourquoi ? Parce que depuis environ trois siècles, l'empirisme domine le débat théorique. Au 19ème siècle, l'empirisme a donné naissance à une doctrine élaborée, précise et techniquement avancée, à savoir le positivisme. Dans la philosophie anglo-saxonne, comme dans la philosophie continentale sous l'influence de l'existentialisme, on a fini par laisser tomber l'idée d'une nature immuable qui dépasse et gouverne l'expérience. Désormais, on considère que le monde ne peut être connu que par les manipulations logiques des expériences sensorielles. Cette doctrine a conduit à ce que certains penseurs ont appellé la mort de la philosophie politique, pendant environ 60 années de ce 20ème siècle. Entre l'influence dans le monde anglophone de l'ouvrage de A.J. Ayer, Language, Truth and Logic, publié dans les années 1930 et fondé sur les spéculations philosophiques du Cercle de Vienne des années 20, jusqu'à John Rawls (mis à part les philosophes catholiques et des penseurs comme Ayn Rand), très peu de gens ont eu depuis lors confiance dans la possibilité de connaître quoi que ce soit en politique, encore moins à partir de la nature humaine et des droits de l'individu. Même si les institutions juridiques et le débat politique permettaient dans une certaine mesure d'utiliser ce vocabulaire, il était de plus en plus question de droits de l'homme au détriment des droits naturels. "Humain" est un terme assez vague et ne requiert aucune attribution ou doctrine explicite. Les nouveaux "droits" C'est ce qui explique en partie l'apparition de nouveaux "droits" : soudain, nous avions le droit de lire, d'avoir des vacances, un salaire raisonnable, des soins médicaux, etc... Les stations de radio aux Etats-Unis sont même allées jusqu'à parler du "droit de ne pas être seul", ce qui logiquement exige que chacun ait son esclave personnel pour exercer ce droit. Puisque l'adjectif "humain" est beaucoup plus diffus que la notion de nature humaine, il faut se demander quels sont les droits qu'il peut engendrer. Réponse : pratiquement tout ce qu'on veut, tout ce qu'on désire intensément et dont on peut justifier son besoin auprès des autres, est susceptible de devenir un droit fondamental, garanti par le pouvoir politique. La Déclaration de l'ONU de 1946 ressemble beaucoup à une lettre au Père Noël : il suffit de noter les choses que j'estime que le monde me doit et de les appeler des droits. Cette liste ne connaît pas de limites, puisqu'il n'y a plus aucun moyen de savoir ce qu'est la nature humaine. Nous ne disposons que de ce que la philosophie analytique anglo-saxonne appelle une conception ordinaire de ce que "humain" veut dire. Une telle conception sera évidemment plus influencée par la stupidité ordinaire que par la sagesse. Le résultat est un mélange hétéroclite que l'on nomme des droits ; une fois arrivé aux années 1950, 1960 et 1970, ce débat politisé et non philosophique sur les droits de l'individu autorise chacun à énoncer ses désirs et à les considérer comme des droits. Il suffit de regarder le monde contemporain pour constater que l'usage du mot "droit" ne sert le plus souvent qu'à désigner ce que l'on désire fortement. On pourrait explorer de multiples pistes historiques à cet égard. Je me contenterai de quelques spéculations, avant de continuer d'exposer la position normative du libéralisme classique. Lorsque la guerre du Vietnam est devenue un sujet brûlant pour le mouvement américain pour les droits civiques, le débat s'est considérablement échauffé. L'idée que l'on ne saurait connaître le politiquement juste - qu'un jugement moral ne serait qu'une expression ou une manifestation d'émotion - a fini par céder à la pression de l'opinion publique. Après s'être engagés pour les droits des noirs ou contre l'intervention américaine au Vietnam dans les années 1960, les jeunes sont retournés à leurs salles de conférence pour apprendre de leurs professeurs que leurs protestations n'avaient aucune signification morale. Tout serait une question d'émotion, en quelque sorte. Certains professeurs ont toutefois pris au sérieux les mouvements de protestation et ont révisé leurs propres enseignements. La défense intuitive de l'Etat-Providence mise au point par John Rawls, visant à établir un fondement objectif minimal pour les jugements politiques, est un résultat de ce désenchantement par rapport à l'approche positiviste et émotionnelle de la politique. Ceci dit, il n'était pas encore question des droits naturels de l'individu. Mais on pouvait désormais espérer trouver une justification philosophique pour les jugements politiques et moraux. Pour Rawls, cette justification passait par l'intuition. Dans son discours en tant que président de l'American Philosophical Association en 1976, il a dit explicitement qu'il faut évacuer la réflexion éthique et la politique de la sphère proprement philosophique. Au lieu d'attendre de la philosophie qu'elle apporte un fondement à la réflexion politique, nous devons nous appuyer sur nos intuitions. L'intuition est une connaissance dont nous ignorons les origines. D'après Rawls, l'intuition est la seule justification fiable lorsque nous avons affaire aux problèmes éthiques et politiques. Rawls n'a pas entrepris de développer une doctrine systématique du droit, même si sa philosophie politique laisse une certaine place aux droits, tels le droit à la liberté et au bien-être. D'autres philosophes politiques y ont également contribué. Le professeur Alan Gewirth à l'Université de Chicago a élaboré une sorte de justification kantienne des droits de l'individu. Sa démarche est en partie similaire à celle de certains théoriciens libertariens, tels que Roger Pilon et Jeff Paul. L'approche kantienne n'est pas fondée sur le droit naturel, mais tire les droits individuels de l'idée de l'homme, et non de la conception que la nature humaine peut être objectivement connue. Même un personnage comme Robert Nozick, sans doute le critique principal de Rawls, n'a pas essayé de prouver l'existence des droits naturels. Son livre Anarchy, State and Utopia, publié trois ans après la parution de l'ouvrage de Rawls, A Theory of Justice, traite de manière approfondie des théorie de Rawls. A l'instar de Rawls, Nozick a opté pour l'approche intuitive. Supposons, dit Nozick, que Locke ait raison et que les hommes ont droit à la vie, à la liberté et à la propriété. Traitons ces droits en postulats pour voir à quoi ils mènent quant à la société qui en résulte. Cette société, serait-elle en accord avec nos institutions morales et politiques ? En d'autres termes, lorsque nous imaginons la société libertarienne, est-ce que ses principes de fonctionnement correspondent davantage à nos préférences morales profondes que ce que nous propose Rawls ?

PSICOPATOS! Não, não são aves pilas fãs da banda Psicose!

21 de março de 2008

Entrevista com Gertrude Himmelfarb em torno do de seu livro "De-moralization of Society..."

Interview: Gertrude Himmelfarb Learning from Victorian Virtues
R&L:Let’s begin by discussing your latest book, The Demoralization Of Society. In it you state that Victorian society stigmatized the recipients of government assistance.Tell us about that.
Himmelfarb: Well, it stigmatized them in several ways: first, it stigmatized them rhetorically. The recipient of relief was called a pauper, not a poor man. The Victorians made a great attempt to keep the distinction between pauper and poor. The word poor was synonymous with the working classes or the “independent laborer”; “pauper” was a term of stigmatization.
R&L: Was this type of stigmatization dehumanizing?
Himmelfarb: No. It’s purpose was precisely the opposite — to make the poor better human beings by encouraging the able-bodied pauper to seek work and discouraging the laborer from lapsing into pauperism. The evil of excessive or “indiscriminate” relief, as the Victorians put it, was that it tended to pauperize, demoralize, and thus dehumanize the poor. Stigmatization is the other side of the coin of virtue. You can’t have a set of virtues, a system of values, without having a corresponding system of stigmas. The interesting thing about the workhouse was that conditions there were not always worse than the conditions of the poorest independent laborer; some contemporaries claimed that in terms of food and living conditions, they were sometimes better. What the Victorians understood, however, was that the workhouse was socially and morally demeaning. This was its great deterrent. Another way was through the principle of “less eligibility”. This principle stipulated that the pauper should always be in a less eligible, that is to say a less desirable, condition than the independent laborer. The pauper would be less eligible in two respects. First, he would receive less from the parish than the laborer did in the way of wages. In addition, the able-bodied pauper, (this principle did not apply to the sick, elderly or children) would be assisted only in the workhouse. This was a form of psychological as well as economic stigmatization.
*Professor Himmelfarb taught for twenty-three years at Brooklyn College and the Graduate School of City University of New York, where she was named Distinguished Professor of History in 1978. Professor Himmelfarb’s research has focused on, among other topics, morality and its effects on economics. Her previous books include Lord Acton: A Study in Conscience and Politics, On Liberty and Liberalism, and Poverty and Compassion: The Moral Imagination of the Late Victorians. Now Professor Emeritus, she spoke with us from her home in Washington, D.C.